Ana Enriqueta Terán: su vida, un poema

El embajador y representante permanente de Venezuela ante las Naciones Unidas, Jorge Valero, presenta un texto en el que hace un sentido análisis de la obra de la autora trujillana fallecida el pasado 18 de diciembre

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¡Qué hermoso valle!, cuentan que le dijo el cacique Murachí a sus pares Jaruma y Pitijoc, cuando planificaban la defensa de la nación Cuica, ante la amenaza del invasor peninsular.

-Lo tenemos todo -le respondió Jaruma, hijo de la Diosa Icaque y del Padre Ches.

Con las verdes praderas de ese paradisíaco valle se extasió el Libertador Simón Bolívar cuando iba camino a Carmania a redactar el Decreto de Guerra a Muerte.

En esa meseta, convertida en la ciudad de Valera, nació Ana Enriqueta Terán, el 4 de mayo de 1918. Rodeada de malabares y hortensias en la inmensidad del cañameral. Nació con la pureza de una “azucena sin mancha, flor sin espina”.

Y es que en nuestro terruño valerano se entierran botijas con ecos de pájaro. Pasan tortolitas en legiones pastoriles cuando la tribu dormita en la urdimbre del verso. Ciudad de poetas y de poemas.

Su padre, Manuel Terán Labastida, descendía de una estirpe de trujillanos con gran abolengo. Exitoso productor de caña de azúcar y otros rubros agrícolas. Heredero de protagonistas en la gesta emancipadora y en las refriegas entre “Ponchos y Lagartijos”.

Rosa Madrid Terán, su progenitora, nieta del maestro Manuel María Carrasquero, bebía en la savia de la intelectualidad valerana.

El hogar de Ana Enriqueta fue la escuela primigenia donde aprendió las primeras letras. Las ilustradas conversaciones hogareñas fueron grabándose en su portentosa memoria.

Ana Enriqueta fue trotamundos desde temprana edad. Puerto Cabello, Valencia, Morrocoy, Margarita, Caracas y Jajó cobijaron su sensible humanidad. El río de la Plata y el Paraná también ofrecieron caudales para que desplegara su imaginación.

Razones políticas y familiares la llevarían a remontar lejanos caminos.

En sus alforjas literarias viaja la bonhomía de nuestros paisanos y el carácter bucólico de la Ciudad de las Siete Colinas. En su mente, pletórica de sueños, recuerdos de la patria chica irán nutriendo su quehacer poético.

UNA EXCELSA OBRA POÉTICA

Ana Enriqueta Terán maceró su devoción literaria desde temprana edad. Andrés Eloy Blanco afirmó que la había “descubierto” en 1931, cuando tenía 13 años.

Su excelsa obra poética se plasma -con elevada palabra- en sus libros: Al norte de la sangre (1946); Verdor secreto (1949), Presencia terrena (1949), Testimonio (1954), De bosque a bosque (1970), Libro de los oficios (1975), Música con pie de salmo (1985), Casa de hablas (1991), Albatros (1992), Construcciones sobre basamentos de niebla (2006) y Autobiografía (2007).

La lírica deslumbrante de Ana Enriqueta ha despertado el interés de innúmeros críticos literarios y cultores del verbo que, con robusta enjundia, han descifrado sus luminosos decires.

La gran poetiza uruguaya Juana de Ibarbourou sentenció que la de Ana Enriqueta es una “poesía de soledad, del tiempo, de los elementos y la trepidación interior; poesía que va de la fragancia de la infancia, del aroma de las rosas y el jardín, de la flor lejana en el aire leve, hasta las herméticas habitaciones de Dios”.

Y al hablar de su poesía, el polifacético artista chileno Dámaso Ogaz pinta la arquitectónica relación que existe entre el ser y el mar. Del agua, como “nostalgia imprecisable”. Los suyos son cantos celebratorios. Cantos de naufragio interior. Su iluminación nace del agua, que tiene un papel esencial en su obra.

Su paisano y el mío, Antonio Pérez Carmona, ha reverenciado la lírica vivencial de Ana Enriqueta en su ensayo Viaje por la poesía venezolana y el orbitar universal.

El bardo ha afirmado que es una poeta que trasciende los tiempos, que fragua una “extraña” poesía donde el mundo circundante se amalgama en la interioridad de la existencia humana.

Patricia Guzmán, una de sus más reputadas prologuistas, la vislumbra como alquimista de la palabra que, con las sinuosidades de la más elevada espiritualidad, esculpe el verso a fuerza de la sapiencia de la razón y el palpitar del corazón: “Ana Enriqueta Terán traspasa el brillo del idioma, el oro de las formas. Se desglosa en pálpitos de Principio y de Final, se escinde tal ave sagrada y acrecienta la altura de su ya alta poesía”.

UNA POÉTICA QUE CONJURA LAS SOMBRAS

Con el paso a la eternidad de Ana Enriqueta Terán los intersticios de mi corazón se despliegan para remembrar su enjundiosa cosecha.

La poética de nuestra coterránea fecunda los áridos surcos de la anhelada trashumancia, cuando buscamos comulgar en el paraninfo de los dioses. Plena de luz la noche oscura y conjura las sombras que amenanzan con aposentarse en nuestros sentidos.

Es una virgen que, con su palabra, dispersa las tinieblas de la desesperanza. Virgen que depila sus cejas en postreros aposentos. Revela los misterios del poema.

Sus palabras son un insondable juego de cartas, donde la alegría se confunde con la tristeza. Las penas y ausencias se esgrimen ante la proximidad de la nada. El demiurgo del verbo, como fuego. Cósmica síntesis cual armario del saber. En su obra todo renace, todo florece, todo sonríe y llora.

En su poética el silencio reposa en el ser. Y su conticinio pregona querencias al compás de un alma dichosa que supo dar todo lo que pudo dar a la inquieta humanidad.

La prefiguro como musa entregada a la plenitud de la especie. Una humanista que profesa su religión. Consustanciada con el alma nacional y las más caras utopías de los pueblos del Sur.

Ella dice: “Amo el Sur. Traspaso nostalgias, saudades del Orinoco al Amazonas, del Río de la Plata al Paraná que recuerda este último el despliegue de la Victoria regia, nenúfares con hojas de casi dos metros de diámetro”.
La suya es, al mismo tiempo, una filosofía del amor. Su Digesto literario es portador de esperanzas.

Proclama en alta voz: “El mundo cambiaría si todos escribieran poesía”. Su verbo es un credo revolucionario: “Yo creo en la paz, pero en la paz de la Revolución”.

Cuando leí su último poemario, Autobiografía, inspirado en don Luis de Góngora, vino a mi memoria el papel de la nostalgia en la creación escritural. Y escribí, en uno de los márgenes del libro que ahora tengo en mis manos: Estamos en presencia de una poética de la nostalgia amatoria.

En esta obra resuena el eco gongorino: En esta soledad, soledad tanta/ como del ave que acrecienta altura/ y traspasa la luz y la quebranta.

T/ Jorge Valero-AVN
F/ Archivo CO
Caracas