Hugo Chávez, un veguero suelto en Caracas, un llanero en Miraflores al frente de la Revolución

Con él entró a Miraflores, quizá por primera vez, todo lo sustancioso de nuestra identidad como pueblo, con énfasis en nuestra cultura llanera, relegada y arrinconada en la Cuarta República. La Revolución Bolivariana tiene ese sello, y ha sido una de sus conquistas. El Comandante habrá cumplido 66 años hoy

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Hugo de los Reyes Chávez contó años atrás al Correo del Orinoco que cuando dejó a su hijo en Caracas en la Academia Militar sintió una gran congoja. Le provocaba llevárselo de nuevo para Barinas.

Cuando lo dejé allá sentí que había perdido al hijo”, dijo esa vez. “Es triste. Recuerdo que a las seis de la mañana yo fui con otro amigo que llevó a su hijo, lo entregamos. A las seis de la tarde fue cuando lo volvimos a ver. Me provocaba era traérmelo otra vez. Lo más triste es cuando te entregan la ropa de civil. Yo me vine con la ropita. Era un vacío y una tristeza muy grande. Una vez lo fui a ver y le dije: hijo, todavía tienes chance de que si no te acostumbras puedes solicitar la baja. Me dijo, tocándose el hombro con los dos dedos: yo me voy de aquí cuando me haya graduado”.

Don Hugo dejó en Caracas a “Tribilín”, un “fiebrúo” del beisbol, admirador del pitcher Isaías “Látigo” Chávez, zurdo como él. Jamás imaginó las vueltas que daría la vida con respectó a su hijo.

En Cuentos del arañero, de los cubanos Orlando Oramas León y Jorge Legañosa Alonso, abundan las anécdotas contadas por el mismo Chávez sobre aquellos primeros años en Caracas, ciudad a la que llegaría a querer como si fuera su novia.

En aquellos años de recluta, en 1971, flaquito y nuevecito, la gorra grandota tapándole las orejas, en los días libres agarraba un taxi en El Valle, por los lados de Longaray, y le preguntaba al chofer: ¿Por cuánto me lleva hasta Catia en la calle Colombia?… Cinco bolívares, vamos, un cachete. En la calle Colombia vivía con su mujer su tío Chico Romero.

Se montaba en el asiento trasero del taxi, se quitaba los guantes blancos. Desde la ventana veía a todos lados mirando la ciudad.

El vehículo pasaba por el Cementerio General del Sur y se imaginaba la tumba del Látigo Chávez, su ídolo.

Andaba asustado, era un veguero, pero del monte adentro”, se asienta en Cuentos del arañero, en el episodio “Jugando chapita”.

El chofer, en vez de tomar la autopista por los túneles, se metió por la avenida Nueva Granada hasta el cine Arauca. El viejo cine Arauca donde yo iba con una novia que después tuve por ahí, en Prado de María. Ahí no había elevado, cruzamos a la izquierda. Yo iba ahí, mirando hacia los lados, nuevo, perdido, muy curioso”, cuenta.

En ese recorrido vio a un muchacho jugando chapita. Era Jorge Ramírez, su amigo, cuarto bate del equipo junior en Barinas. Meses antes se habían graduado juntos en el liceo O´Leary de Barinas. Ramírez se había venido a Caracas y esperaba cupo para entrar en la universidad. Hugo se le paró al frente y se quitó la gorra para que lo reconociera. Jorge le dice ¡Hugo! Y se dieron un abrazo. A los diez minutos ambos estaban jugando chapita.

Ahí pasé cuatro años jugando chapita, saliendo con los amigos, caminando hasta la esquina de la panadería, la heladería allá, la licorería en la esquina, que después a los años mataron al señor para atracarlo. Bueno, yendo al cine Arauca, caminando por esos barrios”, detallaba Chávez.

A la Academia Militar llegó como “Tribilín”, por la flaco, delgado y huesudo. Luego sus compañeros le pusieron “Furia” porque cantaba frecuentemente una canción del Carrao del Palmarito, conocida como el “Corrío de Furia”.

En cada acto estaba metido Chávez

Me ha gustado siempre el teatro, el arte”, contó. “En más de un lío me metí por canciones revolucionarias, arpas y coplas. Lo hacía adrede porque era parte del proceso de creación de un movimiento revolucionario dentro de Ejército. Fue una cosa de lo más difícil. Con la cultura logramos muchísimo. Ya de capitán era conocido por declamador, improvisador y animador de elección de reina y todas esas cosas. Me utilizaban para muchas de esas cosas”.

En videos que salieron posteriormente, Chávez aparece, trajeado de militar, recitando “La negra del maraquero”, la celebrada composición de Ernesto Luis Rodríguez, poeta nativo de Zaraza, estado Guárico, y en una obra de teatro titulada El genio y el centauro en Cañafístola, en la que hizo el papel de Páez. La pieza recrea el encuentro por primera vez entre Bolívar y Páez, en 1818, en el estado Apure. La pieza ocupó el tercer lugar en un concurso de teatro histórico celebrado en Caracas.

Desde que Chávez entró a la Academia Militar sobresalió del resto del grupo por su abierta personalidad y su buen carácter. Se destacó en muchas actividades, recordó en pasada entrevista con el Correo del Orinoco el actual gobernador del estado Apure, Ramón Carrizales. Jugaba beisbol, declamaba, animaba, mientras que la mayoría de los cadetes guardaba un bajo perfil, a pesar de que dentro de los cánones de la formación les recomendaban perder el miedo escénico, desarrollar la oratoria.

“Nosotros teníamos una excelente relación desde la academia. Desde cadete, lo llamábamos “Maisanta”. Participaba en todas las actividades. Era como el arroz blanco: en todo estaba metido y siempre sobresaliendo; era un excelente estudiante”, señaló Carrizález, en esa oportunidad.

Un día Chávez fue al cementerio General del Sur, colocó unas flores en la tumba del Látigo Chávez, su ídolo, y le pidió perdón por haber abandonado su promesa de ser pitcher profesional como él y pelotero de Grandes Ligas. Su sueño había cambiado por el del ideal de la patria liberada.

El espinito

Cuando Chávez en febrero de 2002 se instala en Miraflores, el palacio presidencial pareció haberse cubierto de un manto de identidad nacional que lo acompañó a lo largo de su mandato. El nuevo inquilino en sí mismo estaba envuelto en una personalidad descolonizadora. Chávez le quitó a Miraflores el traje de levita y la corbata, sacudió el polvo y la telaraña del rígido y aburrido protocolo oficial, y lo impregnó de un encanto venezolanísimo, sobre todo de sabor llanero. Hasta el pueblo tiene un balcón, que el presidente Nicolás Maduro ha mantenido.

Con Chávez entraron a la casa de gobierno, quizá por primera en la historia venezolana, el arpa, el cuatro, las maracas, Eneas Perdomo, el Carrao del Palmarito, Luis Lozada “El Cubiro”, Cristóbal Jiménez, Reina Lucero, Adilia Castillo, Santos Luzardo, Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Alberto Arvelo Torrealba, Florentino y el Diablo, Eladio Tarife, el cajón del Arauca, el río Arauca, Elorza, Sabaneta. Todo el llano allí acompañándolo, pero también Alí Primera, Luis Mariano Rivera, el Santo Cristo de La Grita, la Virgen del Valle, el relámpago del Catatumbo, la Chinita, ay, Cumaná quien te viera, los tambores de San Juan. Con ellos, todos los héroes, soldados, intelectuales, líderes políticos y mártires, que desde Guaicaipuro hasta nuestros días, con Bolívar al frente, dedicaron su vida a la construcción de lo que él llamaba la “patria bonita, la patria buena”.

Desde su liberación de la cárcel de Yare en 1994, junto a sus compañeros de rebelión del 4 de febrero de 1992, Chávez mostró un ropaje, interno y externo, de una auténtica venezolanidad. Al salir de prisión, apareció trajeado de liquiliqui, rodeado de una multitud, por entre la cual se asomaba el puño izquierdo en alto y se oía su voz, palabras más, palabras menos, prometiendo recorrer el país para demostrarles a los politiqueros de oficio cómo se orienta un pueblo hacia un destino mejor.

Sus adversarios políticos entendieron por medio de las coplas sobre el carácter de los llaneros cuando los jurungan y supieron cómo se bate el melao de papelón en aquellos lares. Más de una vez escucharon desde Miraflores.

Yo soy como el espinito
que en ceja´e monte florea
le doy aroma al que pasa
y espino al que me menea.

Esas estrofas se las cantó Florentino al Diablo en el largo contrapunteo de Alberto Arvelo Torrealba, barinés como Chávez. El Comandante se lo sabía de memoria.

Benito Irady, presidente de la Casa de la Diversidad Cultural, apuntó en anterior oportunidad que no hubo un instante de su gestión pública en que Chávez no dejara huella de su pasión venezolana. Esa pasión venezolana acompañó siempre a los lineamientos revolucionarios.

Chávez revaloriza la literatura popular y el canto tradicional, a dos ausentes, y los proyecta en sus discursos. Uno de ellos es Andrés Eloy Blanco, consustanciado con la identidad venezolana.

Y Alberto Arvelo Torrealba”, agrega Irady, “evidentemente, y esa otra figura más reciente en cuanto al tiempo fue Alí Primera. El impregna, rodea toda la conformación del desarrollo de sus planes políticos con figuras de estas características. No hay duda. Uno ve el discursos del estadista, cuando Chávez podía estar presente en cualquier escenario internacional, pero nunca estaba ausente esa particularidad de ser venezolano, a través del chiste, a través de la broma, a través de la expresión popular de nuestra venezolanidad”.

Cristóbal Jiménez también dijo al que en el avión donde viajaba Chávez a los encuentros internacionales en algún rinconcito iban el arpa, el cuatro, las maracas.

Un verso en cada estero

Chávez en algunas de sus intervenciones televisivas de cuando en cuando se quedaba ensimismado, como ausente. El llano lo llamaba. Quizá recordaba a Elorza, a Sabaneta, al río Arauca, al Capanaparo, a las cachapas con queso de San Fernando.

En sus Aló, Presidente transmitidos desde el llano solía caminar solitario, en medio de la sabana hacia el set principal. Al final, a esos de las cinco, las seis de la tarde del domingo, en la despedida, sonaban el arpa, el cuatro, las maracas, a veces cantando a dúo con Cristóbal Jiménez el Corrío de Angel Hurtado, el Último Coplero. De su amor y pasión por el llano quedaron infinidad de testimonios emotivos.

Estaba viendo más allá”, dijo en un Aló, Presidente, “un samán, más allá me pareció ver unas vacas. Allaaaá, quiero meterme hasta allaaaá, hasta la orilla del río. Dónde estará el Apure… Estará como a cinco kilómetros. Sabana, sabana, tierra, como dice la canción, aquel cielo azul… Aquella sabana y aquel monte o como dice Cristóbal Jiménez en esa canción, grababa por Cristóbal, pero que es de Pedrito Telmo Ojeda (“Poesía, copla y sabana”): “Sabanas de mi cariño, de mi camino sabana, en cada mata de palma, en tu estero hay un pedazo de mi alma, en cada punta de monte hay una copla grabada, en cada estero hay un verso y un pasaje en tus cañadas”.

Muy pocos olvidan su discurso de cierre de campaña en San Fernando el 15 de septiembre de 2012. Allí dijo, desbordado de emoción, que esperaba terminar sus días en algún ranchito del cajón del Arauca, por los lados de Elorza, enseñando a leer a niñas y niños, recitando sus versos favoritos, con arpa, cuatro y maracas. Allá se haría terrón de la sabana, si cabría emular la suerte de Lorenzo Barquero, personaje de Doña Bárbara.

T/ Manuel Abrizo
F/ Archivo CO
Caracas