Por Freddy J. Melo|Andrés Eloy (Opinión)

En la madrugada del 20/5/1955, luego de un homenaje a Alberto Carnevali, dos años antes caído bajo el terror perezjimenista, murió en México, a consecuencia de un accidente de tránsito, Andrés Eloy Blanco, hombre de excepción y tal vez el venezolano más amado del siglo XX.

Amado porque el raro don de la poesía genuina que poseía lo compartió con el pueblo y de él lo nutrió, y cuando entró en la política nadie se atrevió a herirlo con las flechas del odio, pues todos los enconos se desarmaban ante la carga de humanidad que lo aureolaba, la cual era capaz de florecer los espinos y sacar luz de las sombras con la sola magia de su voz. Hubiera podido ser a la vez pastor de leones y corderos, como del joven Antonio Machado dijera Rubén Darío.

El homenajeado de esa noche merecía la palabra del poeta, pues era de la estirpe de quienes están dispuestos a poner la vida en respaldo de sus ideas.

Andrés Eloy, así llamado y reconocido sin apellidos ni epítetos, fue un hombre físicamente frágil, pero de un vigor espiritual que lo convirtió en luchador de gran temple. Dos encierros cortos siendo un muchacho aún, una prisión de cuatro años con grillos gomecistas en los tobillos treintañeros, varios confinamientos y el exilio final que le arrebató la patria, no quebrantaron su fe, que no cambiaba ni vendía, ni le arrancaron del alma la rosa blanca de Martí.

Su credo político lo manifestó en un discurso en abril de 1936: “Yo, que tengo mi posición definida dentro de las doctrinas socialistas…”. Un socialista quizás más cercano al cristianismo y el utopismo, pero con el corazón bolivariano y martiano al lado de la libertad, la justicia, “los pobres de la Tierra” y su pueblo. “Un hombre bien construido por dentro”, según decir galleguiano.

Fue poeta en el juego floral, el retozo humorístico, el verso popular, la copla amorosa, la hondura elegíaca y la clásica pieza final en que se exprime el alma.

T/Freddy J. Melo