Armando Reverón, el pintor eterno

Armando Reverón murió hace 63 años cuando ya había cumplido 65 años de edad. Eso fue en 1954, víctima de una serie de ataques nerviosos que lo obligaron a ser ingresado en distintas ocasiones y a abandonar su trabajo pictórico. Su deceso ocurrió en el sanatorio de San Jorge, con José Báez Finol como médico psiquiatra de cabecera. Un año antes había sido galardonado con el Premio Nacional de Pintura en el Salón Oficial. El mundo de las artes recuerda con pesar ese 18 de septiembre de 1954, cuando bajó al sepulcro el más notable de nuestros pintores.

GRAN MAESTRO

Armando Reverón es hoy considerado uno de los grandes maestros en la historia de las artes plásticas de nuestro país. Realizó estudios en la Academia de Bellas Artes de Caracas y, gracias a una beca, siguió estudios en España y tuvo la oportunidad de visitar París. A lo largo de su vida abordó el tema religioso, las naturalezas muertas, la figura, el paisaje, el autorretrato y el desnudo femenino; estos dos últimos fueron los más recurrentes en su producción. En 1921 se mudó a Macuto y construyó con sus propias manos El Castillete, su morada hoy desaparecida.

Se suelen distinguir en su carrera tres grandes épocas: azul (marcada por la influencia de Nicolás Ferdinandov), blanca (en la que exploró los efectos de la intensa luz del trópico) y sepia (ya a finales de los 30). En sus cuadros experimentó con soportes y técnicas inusuales, incorporando materiales como el musgo y el óxido de hierro; pero fue sin duda la luz el elemento más explorado. Creó, además de sus pinturas, objetos de la vida diaria, valorados actualmente como parte de su trabajo artístico.

SU INFANCIA

Hijo de un matrimonio de desencuentros y conflictos, el padre, Julio Reverón, inestable y déspota, desapareció al poco de su nacimiento. La madre, Dolores Travieso de Reverón, confusa y seguramente sumisa, dejó enseguida al hijo en manos de una pareja de amigos, los Rodríguez Zocca, que vivían en una hacienda en Valencia. Sólo años más tarde, tras la muerte de su esposo, su madre haría permanente su presencia en la vida del hijo.

En la hacienda de los Rodríguez Zocca, en Valencia, Armando Reverón se crió en familia junto a Josefina, la pequeña hija del matrimonio, que será su hermana apegada, con y para quien construyó Armando algunos primeros juguetes y muñecas que serán asociados con los que más tarde realizaría en El Castillete. En esos años, rodeado de naturaleza y de evidentes distancias, se inició en la pintura con un tío abuelo materno, Ricardo Montilla. También allí, a los doce años, Reverón sufre un ataque de fiebre tifoidea que determinará en un futuro diagnóstico la presencia psicótica.

A los catorce años muere su padre y se muda con su madre a Caracas. En 1908 ingresa en la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde los maestros son Antonio Herrera Toro, Emilio Mauri y Pedro Zerpa. Viaja a Europa: primero a Barcelona, en 1911, para estudiar en la Escuela de Artes y Oficios; después, en 1912, a Madrid, donde se forma en la Academia de San Fernando y en el taller de un pintor acomodado y mediocre, Moreno Carbonero, y en el de un buen maestro y guía, Muñoz Degrain. En ese mismo viaje pasa por París en 1914, pero se sabe muy poco de su estancia.

EL REBELDE ARMANDO

En 1915 vuelve a Venezuela y participa en las sesiones del Círculo de Bellas Artes de Caracas, fundado en 1912 por algunos de sus viejos compañeros, entre ellos Cabré y Monsanto, que se rebelaron en contra de la enseñanza rancia que se impartía en la academia y que tuvieron la necesidad de imprimir energía a los primeros años de la atrasada y desestimulante dictadura de Gómez. Su principal aporte fue sacar a los pintores del estudio y llevarlos al contacto directo con la naturaleza, donde fueron atrapados por los colores y los árboles del trópico, las montañas y los valles, y donde aprendieron a internarse, cual exploradores, en la selva de un cromatismo propio, local. De todos estos pintores, Armando Reverón fue y es el más extraño y el más personal. Estos años, de 1915 a 1920, aún se presentan como un rito iniciático, como el impulso de un hombre que se dirige hacia un lugar, o mejor, que se retira y decide encontrarse en esa renuncia.

JUANITA

Un nuevo acontecimiento preparó el terreno para el alejamiento definitivo del entorno: Juanita Mota. El agitado carnaval de La Guaira de 1918 presencia el encuentro de un dominó que recibe con sorpresa a un misterioso torero, que es, por supuesto, Reverón. El disfraz de dominó esconde a una pequeña de catorce años: Juanita. Una banda suena. Puede que bailen. Hablan y él le ofrece pintarla. Y en una narración oscura y carnavalesca se entrelazan, quién sabe si por azar, quién si por necesidad, los dos personajes que se acompañarán para siempre y que habitarán juntos un arcádico y fortificado espacio de vida: El Castillete.

En Macuto, cerca de Las Quince Letras, levantó Reverón su casa en 1921, en un terreno que compró Dolores Travieso (toda esa zona y buena parte del kilometraje que bordea el litoral central fue tragado por montaña y mar, con sus habitantes, a mediados del diciembre de 1999). Allí, junto a Juanita, pasaría el resto de sus días, dedicado a pintar cuadros y a construir objetos cotidianos o artísticos, como su serie de muñecas.

LA PUREZA DEL PINTOR

Toda la obra de Reverón debe ser leída como un camino, desandado, de lo representable, que se dirige hacia su pureza, hacia el despojo de cualquier exceso, en una continua transmutación. Pasamos por el Retrato de Casilda, la Figura bajo un uvero, el retrato Juanita (1920-1922) y notamos que el azul se diluye en una ráfaga que ya apunta a esa luz apasionada que cae a toques de sus brochazos, que se hace golpe y tela. La trinitaria (1922) está a punto de ser tragada por la sombra-luz, y los Uveros azules (1922) recuerdan el efecto de arena en los ojos que nos acerca al extrañamiento. En el polvo levantado de muchedumbre en Fiesta en Caraballeda (1924), en el batir de los Cocoteros en la Playa (1926), en la desaparición tras la tela porosa que como la arena borra las huellas que se dejan en Rancho en Macuto (1927), en El Playón (1929) y en la ironía bailarina de carnaval translúcido de Cocoteros (1931), se observan las mismas constantes: los árboles, rostros, cuerpos y paisajes van difuminándose, y toda presencia referencial parece dormir en el poético espacio de la atenuación y el desvanecimiento.

T/ Redacción CO
F/ Archivo CO
Caracas

 

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