Por Ana Cristina Bracho|Sobre la Justicia Internacional (Opinión)

El presidente Nicolás Maduro abrió el debate, ¿existe la justicia en el escenario internacional? ¿Somos los países igual de importantes y dignos? ¿En el mundo hay buenos y malos Estados, o, un juego donde el niño más grande dice quiénes son los policías y quienes son los bandidos? Estas preguntas tienen detrás un enmarañado mundo de engaños. La paz y la guerra son acuerdos que se determinan con viejas reglas de duelos y rencilla, que se orquestan desde un sistema que se anuncia como clave del progreso pero que no es otra cosa que un contenedor de un orden a cuyo servicio existen sujetos y organizaciones.

Los sujetos principalmente Estados vienen a veces acompañados por personajes creados entre el marketing político y el estrellato mediatice. ¿Quién no se pregunta cuáles son los méritos reales de David Beckham o de Shakira para merecer ser “Embajadores de Buena Voluntad” de la Unicef? Los personajes todos tienen algo en común o vienen del mundo anglosajón o lo han penetrado. A su lado queda un notable vacío de gente con cara normal, que deja la vida o el sueldo por los niños del mundo. Algo así sucede en el mundo internacional cuyas reglas y realidades parecen tan similares a las del jet set que más de uno sufriría un espanto.

Nuestro mundo conformado por una geografía dividida en países, que, los juristas llamamos Estados, se representa en espacios que ocasionalmente se reúnen pero en permanencia toman decisiones. Lo grandes parlamentos y secretariados internacionales rara vez son pisados por latinoamericanos o africanos. Sus sedes suelen quedar en el Norte, tener asesores asimilados al primer mundo o nativos de este. Sus colores suelen ser fríos y sus imágenes estilizadas. Pocas veces sus símbolos vibran como un barrio en Santo Domingo o como un tejido en Marruecos.

Las Cortes de Justicia tienen pocos miembros, conocen pocos casos. Rara vez María o Aisha llegan hasta sus puertas y cuando llegan se verán ante complicados vericuetos legales que distinguen lo que es admisible o lo que no. Si entre el derecho y la justicia hay distancia, entre lo justiciable y lo necesario el trecho es aún más largo.

Pongamos un solo ejemplo, los crímenes contra la humanidad y los delitos afines. Graves hasta el extremo porque no se agotan con matar a una persona físicamente sino que destruyen sus condiciones de vida, su medio o el de los suyos. La figura solo es conocida por la Corte Penal Internacional cuya sede también es en Europa. Allí hay países que pueden ser juzgados, países que han sido juzgados y países que no son juzgados. Si miramos el mapa en función de esto veremos que el África encabeza los países que han sido juzgados, que el Norte se divide en aquellos que tan solo formalmente pueden merecer un juicio y quienes, ni por error podrán ser juzgados. Así, la humanidad de las personas es amparable en función del Estado del que provengan, debiendo olvidarnos de aquellos que por las olivas y el mar se llaman palestinos.

En ese pujar, la justicia internacional es elástica, pasa periodos de alta actividad y respuesta y por otros es lenta y perezosa. En las primeras situaciones parece esperar en tiempo real “en la bajadita” a aquellos países e individuos que selecciona y en los otros se da por satisfecha cuando los parlamentos o los Estados han declarado su horror o rechazo.

Lenta en todos sus niveles fue con la condena del horror en América del Sur y violentamente rápida para condenar los errores –actuales o históricos- de los procesos progresistas latinoamericanos, que guardamos frente a los africanos el beneficio de ser alguna, pero no todas las veces, culpables.