El legendario novelista alemán encarnóuna inquieta conciencia moral|Grass: “El dolor es la principal causa que me hace trabajar”

Hay personas que no pueden respirar por sus propios medios. Abren los ojos, se enteran de lo que pasa más allá de lo que alcanza su mirada, -ya sea la mirada física, o la mirada espiritual, o ambas-, parpadean una y otra vez, y comienzan a sofocarse, a ahogarse. No pueden con lo que ven, con lo que sienten.

La ciencia, en su afán por evitar que dejen de vivir, por esa causa, ha inventado la ventilación mecánica, un aparato que ayuda al trabajo, laborioso para algunos, respiratorio. Sin embargo, no se ha podido comprobar aún, si esa respiración física artificial ayuda a mantener la respiración espiritual.

Günter Grass, Premio Nobel de Literatura 1999, era una de esas personas.

Nació en 1927, en lo que para ese entonces era Ciudad Libre de Danzig, territorio que luego fue anexado a Alemania y, finalmente, a Polonia. Todo ese complejo tránsito de identidad, todo ese complicado trazado de límites fronterizos, todo ese intrincado juego geopolítico, gracias a la barbarie de las guerras mundiales.

Así, el aire, sin que uno se percate, empieza a faltar, hasta que se vuelve imposible respirar con normalidad.

ANTIBELICISTA, ANTINUCLEAR

Hemos sido marcados por la II Guerra Mundial, expresó en más de una oportunidad a los cuatro vientos. Y sus terribles efectos siguen marcando nuestros destinos, concluía lacónicamente. Fue la conciencia de un país, de su generación y de las generaciones que le sobrevinieron. Fue lo que ningún pueblo quiere que sea uno de ellos, fue su memoria asmática.

Con motivo de su último respiro, todas las notas de los medios de comunicación de Occidente, muy especialmente los de su viejo y cansado continente, que ya en el final especulaba si no estábamos todos siendo extraños testigos de la III Guerra Mundial. “En los últimos tiempos oímos continuamente avisos para impedir una nueva catástrofe como la de Primera o la Segunda Guerra Mundial. Me pregunto desde hace tiempo si no ha empezado ya de una forma paralela en Ucrania, en Siria, o en otros países”. Postura que respaldó permanentemente con una férrea oposición al creciente armamentismo nuclear en el mundo.

En ocasiones, en muchas más de las deseadas, en este planeta apenas se respira. Y a veces. Y cuando se puede. Y no siempre.

La publicación en 1959 de su novela consagratoria “El tambor de hojalata”, llevada al cine en una maravillosa versión, significó la primera gran bocanada de aliento que recibió para seguir respirando gracias la escritura. La llamada “Trilogía de Danzig” la completó más adelante con las novelas “El gato y el ratón” (1961) y “Años de perro” (1963).

Con “El tambor de hojalata” los lectores pudieron conocer a Oskar Matzerath, el niño, también adulto, que a los tres años decidió que no crecería más. En su momento, el escritor llegó a bromear que si hoy existiera fuera posiblemente un “hacker” (los que acceden y alteran sin permiso las licencias tecnológicas, casi siempre de grandes empresas multinacionales o poderosos países del planeta).

TANTO DOLOR

Podría haberse detenido allí. Son muchos los que ante una obra completa, como sus tres novelas iluminadoras, reflexivas, testimoniales y recreativas, optan por el silencio y el retiro temprano. Pero él se quedaba sin aire. Y quería seguir respirando. Poco le importaba ser llamado ya, de manera merecida, el narrador alemán más importante de la posguerra.

“El dolor es la principal causa que me hace trabajar”, dijo un día.

Tenía tres hermanos, dos de ellos fallecieron en la Primera Guerra Mundial, y el tercero debido a lo que en su momento se conocía como la gripe española. El primero quería ser poeta, el segundo pintaba y el tercero aspiraba a ser cocinero. Esas tres existencias fallidas, esas tres vidas no vividas, lo acompañaron en su entrecortada experiencia de ser ciudadano del mundo.

Quién sabe (nadie se lo preguntó que se sepa) si fueron esas vidas truncadas, las que de alguna manera, lo impulsaron a ser artista plástico y también poeta, ambas facetas muy pocos conocidas por sus admiradores ante lo portentoso de sus novelas. En cuanto a las comidas, su traductor, el español Miguel Sáez, el mismo del fabuloso novelista y dramaturgo Thomas Bernhard, ha declarado que las sopas del Nobel eran merecedoras de elogios.

¿REALMENTE NAZI?

Famosa es su participación, siendo joven, en las filas nazis en sus tiempos mozos, pero más famosa fue la reacción que concitó en más de un intelectual que denunció airosamente su error juvenil. La confesión la realizó en su libro autobiográfico “Pelando la cebolla” y el reclamo fue tanto por su error como por haberse demorado más de 60 años en confesarlo. EL ex presidente polaco, el otrora líder sindical Lech Walesa le pidió que devolviera su condecoración como ciudadano ilustre. Y la recién entonces nombrada canciller Angela Merkel también arremetió, en su momento, en su contra. Al saber de su fallecimiento lo recordó por “su compromiso personal, literario, político y social”.

Para su defensa, si es que la necesita hoy en día, bastaría recordar su famoso poema “Lo que hay que decir” en el cual manifiesta su estupor por la agresiva política israelí en su región.

“Lo admito:/ no sigo callando/ porque estoy harto/ de la hipocresía de Occidente; cabe esperara además/ que muchos se liberen del silencio, exijan/ al causante de ese peligro visible que renuncie/ al uso de la fuerza…”

Vivió sus últimos años recibiendo asistencia médica para poder respirar, para casi poder respirar, como un mortal más. Se dirá, posiblemente, que el fumar en pipa fue lo que determinó que se quedara, en gran parte, sin la debida capacidad pulmonar para respirar normalmente.

Sería un engaño tonto. Bien sabemos todos, como lo sabía Günter Grass como pocos, que hay quienes se empeñan en hacer irrespirable a nuestra Tierra.

T/Rubén Wisotzki
F/Agencias
I/Loayza