Según Coromines, cuyo diccionario etimológico tengo siempre a la mano, diálogo viene del latín diálogus, que a su vez proviene del griego antiguo diálogos, “conversación de dos o de varios”.
Pues me parece muy bien. Conversación ¿eh?
Así que yo celebro que, en la arena política, la derecha opositora y el Gobierno Bolivariano se hayan sentado a conversar. No faltaba mas.
Y digo conversar, en este caso, para tratar de llegar a alguna conclusión válida para ambas partes. Es decir, por ver de convenir algún acuerdo político. Pues supongo que de eso se trata.
Me gustaría oírlos por un agujerito en la pared, o seguir lo que dicen a través de un aparatico de espía. Pero ya sé que no va a ser posible. Y digo que me gustaría oírlos para saber de que manera pueden encajar la razón y la sinrazón, el amor y el odio, la tranquilidad de espíritu y el desespero, los sueños y las obsesiones. No me lo imagino del todo. Pero supongo que en algún punto deben engranar para que el acuerdo funcione.
Y ya que estamos en eso, me agradaría también que se pudiera conversar, no solo en los mas altos niveles políticos, sino en los escenarios de la vida normal en los que uno se mueve. Es decir, que las venezolanas y los venezolanos de la calle pudiéramos mirarnos a los ojos, para entender, unos y otros, si ello fuera posible, de qué se trata todo esto. Y reflexionar en conjunto sobre la ética y la bondad.
¡Ah! Pero ya sé que estos niveles cotidianos es muy difícil que se dé el diálogo porque no hay ningún alto intermediario, ningún Papa, ningún expresidente, que venga directamente a mediar entre nosotros para que conversemos.
En mi caso concreto, puedo decirlo, aceptaría tranquilamente sentarme un día con los que me insultaron, amenazaron y calumniaron tantas veces, para saber por qué lo hicieron, y para tratar de construir de común acuerdo, una comisión de la verdad en esta escala de lo chiquitico, de lo personal.
O también me encantaría comprender los motivos por los que alguna amistad, mantenida noblemente por mas de media vida, pasó a yacer, sin que yo hubiera hecho nada para ello, en el camposanto de la memoria. Y todo, aparentemente, porque alguien llegó a la conclusión de que yo soy “un tarifado inescrupuloso, fanático y corrupto”.
Me gustaría, digo, pero tal vez no me gustaría. O, mejor dicho, tal vez ya ni siquiera me importe averiguar nada de eso. Quizás ya no tendría otro sentido que el de colmar una curiosidad para saber cómo alguna persona puede enfermarse tanto y enceguecer su alma hasta tal punto.
Porque después de todo, una afirmación puede quedar flotando por encima de cualquier diálogo: nosotros somos los que siempre fuimos. En lo personal y en lo colectivo. Y jamás nos traicionaremos a nosotros mismos, porque no conocemos la traición.