Democracia sin pueblo: el absurdo modelo capitalista

POR: ALBERTO ARANGUIBEL B.

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La democracia le servía al capitalismo cuando la gente no reclamaba sus derechos. Cuando los pueblos no tenían noción ni conciencia de lo que eran la injusticia y la desigualdad, y por ende no sentían necesidad alguna de utilizar el voto como instrumento de lucha por la emancipación de las mayorías oprimidas.

El voto, cuya razón de ser se mantuvo siempre relegada a la lógica de los juegos de azar más que al poder transformador que comprendía de manera ilusoria el ritual electoral, era entonces solo un procedimiento más, un trámite ordinario apenas ante un organismo del Estado.

Se sentía así a sus anchas la oligarquía, que se consideraba dueña del Estado a perpetuidad cada vez que las elecciones en cualquier parte del mundo arrojaban la recurrente novedad de la elección de presidentes que venían a reafirmar la calidad insuperable de un modelo robusto y resistente a los vaivenes de la historia, como el de la democracia representativa, que a medida que se fortalecía la ilusión redentora del capitalismo en la mente de esos electores sometidos al ultraje del medio de comunicación en manos de los ricos, terminaban por hacer realidad esa idea de la vida eterna del perverso sistema de la acumulación del capital.

Pero las cosas comenzaron a resultar de otro modo en el universo-mundo al que los ricos se habían habituado, y la democracia empezó a convertirse en un dolor de cabeza insoportable que obligó al sector de mayor poder adquisitivo a repensar la concepción misma de la sociedad para darle paso a nuevas formas de vida que, sin importar las aberraciones ideológicas a las que hubiera que apelar para reconstruir el sentido de la verticalidad en la distribución de género humano que es tan indispensable y sustancial al capitalismo, debían impulsarse para reorganizar aquel equilibrio que ese sector consideraba tan perfecto, y que ya la simple representatividad de la vetusta democracia neoliberal no es capaz de retomar hoy.

Todo cuanto sucede hoy en el mundo capitalista deja ver que la democracia no es ya un sistema con el cual se puedan hacer realidad las opciones de las cuales pueda disponer la oligarquía para asegurar el control social como antaño.

Desde los retorcidos intentos de las monarquías todavía existentes en el mundo por tratar de arribar a rebuscadas fórmulas de gobierno que pudieran ser aceptadas hoy por los millones de seres humanos que repudian ese oprobioso modelo de la consagración eterna de las dinastías al frente de las naciones por esa sola razón, hasta los esquemas seudoinstitucionales con los cuales la derecha pretende hoy legitimar la exclusión y el desconocimiento de las mayorías para perpetuar en el poder a los sectores dominantes, la realidad del desprecio a la democracia en el ámbito del capitalismo es innegable.

Solamente en Latinoamérica, ensañamientos como el del secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), del Departamento de Estado norteamericano y del depauperado Grupo de Lima, por desconocer la indiscutible legitimidad del Gobierno venezolano, así lo demuestran.

La burla en que se ha convertido la democracia en el continente se ve reflejada en el descalabro que ha causado con su descomunal poder corruptor una misma corporación comprando políticos inmorales y filibusteros a diestra y siniestra, como lo es la empresa Odebrecht, cuyo único objetivo ha sido el de hacerse de los negocios más importantes en infraestructura en todos los países de la región, colocando a la vez en cada uno de ellos a los más conspicuos mercenarios del neoliberalismo en el poder.

La tragedia suramericana de nuestros tiempos no está determinada solamente por el hambre y la miseria, como lo advirtió el comandante Hugo Chávez en su momento sino por las profundas desigualdades que genera el afán capitalista por adueñarse de las economías latinoamericanas, en función de lo cual procura perforar sin miramientos filosóficos ni doctrinarios de ninguna naturaleza toda barrera, todo obstáculo que, en razón de la soberanía, de la justicia o de la legalidad, se le oponga en el camino.

La más grande barrera con la que se topa hoy el capitalismo en el continente suramericano es, sin lugar a dudas, el avance de la idea de liberación y redención de los pueblos a través de un modelo democrático verdaderamente participativo, en el que los muertos a manos del sicariato político no sean el factor determinante de la contienda como sucede desde hace décadas en Colombia, México, Paraguay, Brasil y Centroamérica.

Por esa fuerza popular emergente e indetenible, es que sale del Gobierno expulsado con el mayor repudio de casi toda la sociedad peruana y continental un presidente electo hace apenas un año, para convertirse en el quinto expresidente de esa nación que, si no está siendo investigado todavía por corrupto, al menos está señalado de serlo.

La misma fuerza tectónica que hoy tiene en vilo al también recién electo presidente de Argentina, Mauricio Macri, cuyos niveles de “popularidad” pueden medirse perfectamente por la extraordinaria y monumental demostración de desprecio que significa el voceo multitudinario que resuena como la poderosa voz de los olimpos en todos los espacios públicos, de una consigna emblemática para los argentinos en la que se le recuerda insistentemente al presidente a la señora madre que lo parió.

Es también la fuerza que denuncia masivamente (por primera vez en varias décadas) el grotesco fraude electoral con el que el Gobierno colombiano pretendió hacerle creer al mundo que la ultraderecha se sostiene en el poder en ese país gracias al respaldo mayoritario del pueblo. Una especie que no pudo sostenerse ni un segundo ante el aluvión de pruebas documentales (infinidad de videos, fotografías, testimonios de la gente, etc.) que dejaron al descubierto la pantomima electoral que fueron las elecciones legislativas de hace dos semanas, a las que, además, no acudió a votar sino un exiguo porcentaje del padrón electoral. Algo que ya de por sí presagia la convulsión que será la inminente elección presidencial colombiana.

Igual a la vigorosa voluntad antisistema que dejan al descubierto las gigantescas movilizaciones que protestan en México y en Brasil en contra de la cultura del sicariato político que se ha instaurado en cada uno de esos países desde las esferas del poder para intentar cerrarle el paso a los liderazgos populares emergentes y enquistar en el control de las economías a los mismos delincuentes de cuello blanco que en el resto del continente procuran asaltar el poder sin importar cuánto destruyen o exterminan los valores y principios más esenciales de la democracia.

Por eso, porque es la más viva expresión de una democracia sólida que se asienta en la robustez de un sistema electoral inexpugnable, blindado como ningún otro en el mundo con insuperables sistemas de verificación y aseguramiento de su transparencia y confiabilidad, que no acepta la penetración del capital para abrirle las fisuras que le permitan al capitalismo direccionar las elecciones a su favor ni colocar títeres del neoliberalismo en el poder, es que Venezuela es asediada y atacada hoy desde los centros hegemónicos del gran capital.

Que la derecha nacional e internacional sostenga hoy a una sola voz que convocar al pueblo a elecciones en Venezuela es un fraude, no significa ninguna otra cosa que el repudio a la voluntad popular dicho en los términos más absolutos e irrefutables. El mismo repudio del que fue objeto el presidente Zelaya en Honduras al pretender consultar la opinión del pueblo mediante el voto.

Un desprecio que queda al descubierto en Colombia con su fraude electoral masivo, pero también en Brasil, donde el voto de 50 millones de brasileños que respaldaron a la presidenta Dilma Rouseff no importó en lo más mínimo para imponer a un corrupto como Michel Themer en el poder. Como no importó nunca en los Estados Unidos, donde el actual Mandatario obtuvo 3 millones de votos menos que su contrincante y sin embargo es juramentado Presidente.

Es exactamente el sentido de una doctrina que se extiende desde el imperio hasta la Patagonia para hacerle creer a los pueblos que el voto, como procedimiento de consagración que es para la sociedad, debe servir sola y únicamente para reafirmar el modelo capitalista y no para abrirle posibilidades de ningún otro tipo a la expresión popular. Que democracia no significa que el voto pueda ser una herramienta para hacer valer de ninguna manera la opinión del elector más allá de su disposición a respaldar el sistema, y no a transformarlo, porque para el capitalismo esa opinión no tiene relevancia alguna ni debe tenerla.

Un absurdo modelo democracia sin pueblo.

@SoyAranguibel