Desigualdad: ese bien inestimable del capitalismo

POR: ALBERTO ARANGUIBEL B.

_________________________________________________________________________

En una de las escenas de mayor tensión en la legendaria película de Hollywood La invasión de los ladrones de cuerpo (The body snatchers, 1956), los maléficos emisarios de los alienígenas (comunistas) que quieren acabar con el mundo erradicando el amor del cerebro humano, conminan al doctor Miles Bennell para que acceda a dormir por unas cuantas horas, que es lo único que necesitan los extraterrestres para adueñarse del cuerpo de la gente.

No te hará ningún daño -le dicen- Antes o después tendrás que dormir. Te equivocas al oponerte, pero a la largan nos estarás agradecido”.

En la película, dirigida por el renombrado anticomunista Don Siegel, el buen doctor Bennell hace esfuerzos sobrehumanos por proteger a su amada Becky de la perversa influencia de los invasores, asegurándoles que el horrible mundo que proponen, donde todos son iguales, será arrasado por el apego de los seres humanos al amor.

Hace apenas un mes la situación en Santa Mira (el pueblo donde transcurre la historia) era difícil. Pero llegó la solución; sembraremos una semilla en cada ser humano, que sustituirá cada célula de su cuerpo sin dolor alguno. Durante el sueño esas semillas absorberán los recuerdos, los sentimientos, las emociones, y al despertar habremos nacido en un mundo de paz”, le explican al doctor los alienígenas.

¿Un mundo en el que todos son iguales?… ¡Qué mundo!… Los demás seres humanos os destruirán”, les refuta el galeno.

A lo que los invasores contestan: “Sin amor, deseo, ambición o fe, la vida es tan sencilla que no necesitarás ningún sentimiento”.

El discurso de ese grotesco panfleto anticomunista (considerada por los norteamericanos como una de las cien mejores películas de la historia), refleja sin el más mínimo titubeo o rebuscamiento el carácter profundamente reaccionario de la cultura supremacista que el norteamericano cultiva como filosofía en su sociedad. La trama de cientos de miles de filmes cinematográficos y contenidos televisivos difundidos al mundo entero por los Estados Unidos, parten del mismo principio clasista en todos los elementos que construyen su narrativa.

Filmada en pleno apogeo de la Guerra Fría, cuando ya el cine había desarrollado a plenitud las tecnologías del color en la cinematografía, La Invasión de los ladrones de cuerpos es sin embargo producida en blanco y negro, para que la sensación de desolación y de angustia que experimentaban los personajes del filme fuese padecida en toda su intensidad por el espectador, habituado como está al imperceptible código de condicionamiento que inocula el cine norteamericano desde hace décadas, según el cual los colores brillantes, vivos, deslumbrantes, que conocemos en la naturaleza, solo existen en los Estados Unidos. Si la película transcurre en cualquier otra parte del mundo (en especial tras la llamada “cortina de hierro”, o de lo que ella fue) los colores serán siempre mustios, opacos, y los ambientes lúgubres, destartalados y hasta tenebrosos.

Para Hollywood la imagen del mundo no puede ser igual a la de los Estados Unidos, el imperio capitalista más poderoso de la tierra.

La igualdad es un concepto completamente inadmisible en el capitalismo, porque en el ámbito de una doctrina que se fundamenta en la apropiación del trabajo del prójimo, su sola mención conlleva a una insalvable contradicción.

Simón Bolívar fue repudiado por las clases más poderosas de su tiempo no solamente por su sed de independencia y su profunda vocación antiimperialista, sino por su empeño en establecer en el entonces llamado “nuevo mundo” una sociedad donde reinaran la justicia y la igualdad entre sus ciudadanos.

Los problemas más severos del Libertador comenzaron en realidad cuando ya el imperio español (el más grande imperio de su tiempo), comenzaba a declinar en el horizonte americano, y las oligarquías del continente empezaron a ver la oportunidad de hacerse del poder para desplazar del mismo al más terco promotor de la igualdad que ha habido en la historia suramericana.

La doctrina de Bolívar expresada en decretos como el de Cundinamarca en 1820, en el que se restituían las tierras a sus propietarios legítimos cualquiera fuesen los títulos que alegasen los tenedores de esas tierras; el de diciembre de 1825, en Bolivia, o el de Quito, de julio del mismo año, en el que se declaran extinguidos los títulos y la autoridad de los caciques para dar paso a las formas de gobierno del nuevo Estado bajo el precepto de “que la Constitución de la República no conoce desigualdad entre los ciudadanos”, expresaba la naturaleza profundamente humanista del proyecto libertario que desde hace dos siglos se emprendió en Venezuela.

A lo largo de toda su actuación política, Bolívar dejaba perfectamente claro ante el mundo que las ideas gatopardianas que los oligarcas le atribuían, según las cuales la lucha independentista solo debería servir al rastrero propósito de desplazar del poder al reino español para colocar en el mismo no al pueblo sino al mantuanaje criollo, pero siempre bajo el mismo esquema esclavista y clasista con el que se fundó la colonia, no tenían cabida alguna en la concepción del Padre de la Patria.

Esas ideas de igualdad social desataron desde un primer momento de nuestra historia como repúblicas la furia de una oligarquía retardataria y pendenciera, obcecada con la idea del poder como un botín de guerra, que entienden las inmensas fortunas bajo su control como el arma que definirá siempre la contienda entre los ricos y los pobres.

Es lo que lleva hoy a esos sectores dominantes del gran capital a despreciar con la más virulenta saña al humilde que hoy comulga con las ideas de inclusión e igualdad que propone el socialismo bolivariano impulsado por el comandante Hugo Chávez en el país y continuado hoy por el presidente obrero Nicolás Maduro Moros.

Cuando se examina la catadura moral de cada uno de los líderes de la derecha reaccionaria que hoy se confabulan nacional e internacionalmente contra el legítimo derecho a la autodeterminación de nuestro pueblo, los mismos que promueven para Venezuela el modelo de democracia que pretende imponer los Estados Unidos en el mundo a punta de bombas, destrucción, muerte, y cercos económicos, se encuentra sin la menor dificultad el mismo perfil sociológico del energúmeno que repudia la contundencia e irrefutabilidad de las cifras históricas de reducción de la desigualdad social que enrostra hoy Venezuela como uno de los mayores logros de la Revolución Bolivariana en lo que va de siglo XXI, tal como lo demostró el vicepresidente ejecutivo de la República, Tareck El Aisami, en la rendición de Memoria y Cuenta del Ejecutivo Nacional esta misma semana ante la Asamblea Nacional Constituyente (ANC).

Por esa reducción de la desigualdad se persigue desde el más sanguinario e inmisericorde imperio de todos los tiempos a Venezuela y se pretende acabar con su modelo inclusivo de participación y protagonismo a través de la más criminal y miserable guerra económica jamás desatada contra un pueblo.

Por esa reducción de la desigualdad, labrada con la sangre y el sudor de ese gallardo pueblo que fue capaz de liberar todo un continente padeciendo las mayores penurias y sufrimientos sin pedir nada a cambio, es que la derecha no podrá retornar nunca más al poder en Venezuela.

Es exactamente lo que nos dice con el trueno chavista de su voz la Vicepresidente del área política de la Revolución y Presidenta de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), Delsy Rodríguez Gómez, cuando proclama que “más nunca entregaremos el poder a un representante de la derecha”.

Entregaremos, por los siglos de los siglos, a una venezolana o a un venezolano que crea a cabalidad en la igualdad y en la justicia.

Es decir; entregaremos siempre a un chavista.

@SoyAranguibel