Edmundo Aray: El último ballenero (Opinión)

OPINIÓN:

POR: NELSON RODRÍGUEZ

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Es el momento en el que el hombre queda solo consigo mismo…

Hace pocos días, en la madrugada del 26 de junio de 2019, murió en Mérida uno de esos imprescindibles de la Venezuela viva y fulgurante que en los albores de la década de los años 60 del siglo pasado se abría pasos en busca de horizonte. Tiempos en los que la literatura y las bellas artes iban de la mano dando piso propio a un país en ciernes salido de una dictadura que veía en la democracia un posible camino para canalizar sus sueños.

Eran tiempos de la academia y en los que la Alma Mater abría sus puertas de par en par desbordando conocimientos sabios. Tiempos de guerrillas y de compromisos intelectuales imbuidos de esperanzas y sueños de juventud. Tiempos de bohemia y trasnochos. Tiempos de ebriedad. Tiempos de migrar desde el lar nativo a la gran ciudad con un fajo de arrugados papeles garabateados con poesía o ensayos literarios. Tiempos de ilusiones aquéllos.

Edmundo Aray, el último ballenero, venido de Sardio transitaba esos vericuetos infinitos más allá de los abisales: economista, profesor, escritor, ensayista, cineasta y activista revolucionario de entonces. Tiempos de Rocinante (1969-1978), un pliego doblado en cuartos que era afiche y lleno de pura artillería literaria. Eran aquellos tiempos del Techo de la Ballena (1962-1968) y del homenaje a la necrofilia de Carlos Contramaestre (1962). También de ¿Duerme usted señor presidente? (1962) de Caupolicán Ovalles. Balleneros emblemáticos imborrables, y de “El Chino” Valera Mora y su Con un pie en el estribo (1972). Andaba por allí el poeta Carlos Noguera, con las Historias de la Calle Lincoln (1971) y eran tiempos de Adriano González León con País portátil (Premio Biblioteca Breve, 1968).

Eran aquellos tiempos de Edmundo Aray (1936), un intelectual con una concepción humanista de la vida y de un quehacer comprometido con las búsquedas de un mundo mejor, cargado de ilusiones prístinas. Presente en todo evento que oliera a transformación. Momentos de “La hora de los Hornos” (1968), y de la solidaridad militante con la Revolución Cubana.

Así fueron transcurriendo sus días y hoy cuando se va deja a la humanidad un patrimonio intelectual importante contenido en obras literarias y cinematográficas, amen de sus enseñanzas de cátedra universitaria y vivenciales en el compartir franco y abierto propio de su trashumancia.

Apasionado por la figura de Simón Bolívar El Libertador hizo una hermosa película cuyos personajes fueron confeccionados en plastilina: “Bolívar, ese soy yo” (1992). Obra ganadora del Premio Nacional “Monseñor Pellín” que se otorga en la ciudad de Caracas.

Escribió sobre José Martí, Simón Rodríguez y Manuela Sáenz. Y en su mundo de fábulas que él cultivó, concibe un episodio hermoso en el cual Bolívar, ya entrada la madrugada, en medio de esos baños de tina con agua caliente que solía darse, le dice a su amada: -Manuela busca allí entre esos libros y léeme una vaina del Quijote…

En una de sus últimos libros La pena del Cristofué, publicado por la editorial El perro y la rana, aparece el siguiente texto acuñado bajo el nombre “trapiche”, referido al mundo tormentoso del grande hombre de América:

“Hasta la madrugada anduvo de un lado para otro. Hablaba en voz baja, susurraba, tosía, carraspeaba, metía la cabeza en los matorrales para ocultar la náusea a los fisgones.

A las cinco de la mañana salió a cabalgar para que el frío le apaciguara las tormentas. Regresó con el semblante relajado. La camisa y la cabeza húmedas, luego de unos chapuzones en el río. Una secreta satisfacción iluminaba su cara.

En la cocina la mucama dijo que antes del desayuno lo vio deshojando margaritas de los ramos que esa misma mañana le había enviado su hermana María Antonia”.

Y en la contratapa de este libro un texto refleja ese mundo creativo y de complejas reflexiones en el cual se encuentra inmersa la obra del poeta Aray, como le decíamos sus amigos, texto que por ser tan elocuente transcribo integro a renglón seguido:

“Hay un reverso de la gloria que no registran las plumas de los historiadores. El héroe vertido por entero hacia fuera en sus hazañas tiene una hora de soledad en que retumban los ecos de batallas, de congresos, de traiciones y de amores, de interiores derrotas que no acumulan los anales. Un silencio nostálgico, una serenidad melancólica en que se escucha solitario el grito del cristofué. Le toca al poeta indagar, mediante esa alquimia del sentimiento que lo transmuta en el alma del otro, la última epopeya del sujeto histórico.

Edmundo Aray, desde hace mucho tiempo, se ha dado a través de su escritura a la reelaboración de estos mundos interiores en que debió anudarse la voluntad, el afecto y el destino de aquellos hombres y mujeres cuya construcción de la Patria no dejó nunca de encarnar una tragedia apenas consabida.

La pena del cristofué reconstruye en cuadros líricos, poemas breves que podrían ser las facetas fugaces de una novela triste, la epopeya íntima del Simón Bolívar héroe, en estos momentos hondos, por pocos intuidos, en que el hombre queda a solas consigo mismo”.

Este libro para el profesor universitario y escritor Alberto Rodríguez Carucci, entrañable amigo, constituye “…una narración poética no convencional, incentivadora y grata, capaz de retar tanto la imaginación como la conciencia, a la vez que ofrece una alternativa tanto a la expresión literaria como a la lectura de una memoria nacional que presenta todavía múltiples aspectos por desentrañar”.

Muchos son los recuerdos gratos que atesoramos quienes de una u otra forma estuvimos en algún momento cerca del poeta Aray. Su afán por estar al día en las últimas incidencias del deporte: en los goles anotados por tal o cual equipo de la liga nacional o europea; los jonrones de peloteros, con nombres y apellidos, en las grandes ligas del béisbol. Edmundo, siempre atento, indagando sobre estos temas. Ah, y en el boxeo, también, se mostraba admirador de Muhammad Alí “Cassius Clay” y sus causas nobles más allá del ring, como de tantas otras figuras destacadas en sus actividades de masas.

Un domingo en Washington recorríamos los alrededores de la Casa Blanca: Edmundo estaba interesado en que localizásemos un café donde al parecer frecuentaba Mónica Lewinsky. Pero no dimos con el lugar. Intuyo, ahora, que él andaba buscando familiarizarse con el sitio, quizá, tras una locación que le permitiera robustecer alguna idea literaria que rondaba en su cabeza. Continuamos caminando hasta que de pronto dimos con una tienda de souvenirs sobre la FBI, entonces, desapareció de nuestro interés sobre la Lewinsky: ¡Cómo dos adolescentes nos desternillábamos de risas frente al espejo probándonos esas prendas! mientras Marisabel, su mujer, también se divertía tomando las fotos.

I/Edgar Vargas