Entre Níger y Nigeria: La carretera del miedo

“Fue un milagro, se lo debo a Dios. Él me salvó”. A Hasan Mustafa aún le tiembla el labio inferior cuando recuerda el día que resucitó. Era jueves; de madrugada, puntualiza. Recuerda varios detalles exactos de aquel día –“atacaron a las 2 de la mañana”, “quemaron 25 casas…”– quizá porque el resto de la escena se escapa de su comprensión: aún no se explica por qué no está muerto. Y eso que tuvo tiempo de hacerse a la idea.

Cuando una decena de hombres armados de Boko Haram atacó su aldea de Ngortoua, en la frontera de Níger y Nigeria, él fue a uno de los primeros que atraparon. Le ataron las manos a la espalda y le condujeron a la plaza del pueblo, donde llevaron a siete chicos más. Todos eran amigos suyos y todos iban a servir de lección.

Los yihadistas querían castigar a la comunidad por no alistar a sus jóvenes en la banda fundamentalista. Les colocaron en fila india en dos grupos, cuatro a la izquierda y cuatro a la derecha –a Hasan le tocó el segundo en una de las filas–, y ejecutaron de un tiro en la cabeza a cada uno. Hasan habría muerto si aquella noche la suerte no le hubiera hecho un guiño macabro: la sangre del chico que tenía delante le salpicó de tal manera que el verdugo pensó que había matado a los dos de un mismo disparo. Hasan se hizo el muerto durante dos horas. Por eso vivió.

Hasan Mustafa

Hoy, casi dos años después, Hasan sólo sobrevive. “La comida es un problema, pasamos hambre”. A sus 25 años, habita una choza de paja con su mujer y sus seis hijos junto a la Route Nationale 1, la única carretera asfaltada del sudeste de Níger. Es literalmente una carretera a ningún sitio. Construida por una empresa china, debía hundirse en el desierto y llegar a unos yacimientos de petróleo en la frontera con Chad. Ni siquiera se terminó.

Hace dos años la compañía china abandonó el lugar cuando empezaron los ataques de Boko Haram. Fue también en el 2015 cuando se inició un éxodo sin precedentes. Cientos de miles de personas que huían de la violencia del grupo extremista en el norte de Nigeria y la región del ­lago Chad se instalaron en el borde de la carretera. No se agruparon, como ocurre en otros sitios del continente, en un campo de refugiados. Aquí no. Aquí, a cada lado de la carretera, sobre una arena blanca salpicada de arbustos, unas 240.000 personas se desparraman a lo largo de 200 ­kilómetros.

Un goteo incesante de gente desesperada, que huía con las manos vacías, se instaló donde encontró un poco de seguridad. Muchos habían escapado hasta cinco o seis veces porque Boko Haram atacaba una aldea tras otra. Fue una ola humana incontenible. En unos meses, pueblos de apenas 20 habitantes pasaron a tener una población de más de 12.000.

A medida que se avanza por la carretera, el paisaje se ha convertido en una explanada yerma con mil árboles rotos: los refugiados los cortan para poder hacer fuego y cocinar. Aunque las organizaciones humanitarias distribuyen alimentos, cavan pozos o reparten agua en camiones cisterna y abren centros sanitarios, y las autoridades han cosido de controles militares la ruta, el hambre y el miedo están en cualquier rincón.

Amina Babaginda dice que se ahoga de terror si el viento sopla fuerte por la noche. Que la piel se le crespa si algún plástico provoca un golpe seco y, si el cielo está nublado, prefiere no salir. “Boko Haram nos atacó por la noche, cuando está oscuro me recuerda a ellos”. Madre de tres niños, huyó de la isla nigeriana de Gadera, en lago Chad, con el corazón destrozado: escapó sin su hijo Mutari Ibrahim.

El chaval, de 15 años, había sido secuestrado por los yihadistas, que se lo llevaron junto a doce rehenes más al laberinto de canales e islas del lago, donde se esconden cientos de guerrilleros. Ibrahim se temía lo peor pero tuvo un golpe de fortuna. Cuando le quitaron la venda, reconoció entre los guerrilleros a un amigo de su padre. “El hombre habló con los otros y después de dos días me liberaron”. Cuando Ibrahim regresó a su aldea, su madre lloró tanto de alegría, dice, que pensó que se iba a secar.

Ahora Ibrahim, que viste una camiseta rota con el logo de Ferrari y va descalzo, pasa las horas sin nada que hacer con un grupo de colegas de su edad. Ninguno ha ido nunca a la escuela. En la choza donde dormita con un grupo de amigos, sólo dos de doce chicos y chicas saben leer un poco. Ninguno sabe escribir. Ibrahim dice que, si no puede volver a casa, se irá a Europa. “Sé que mucha gente se muere en el camino, pero me da igual”. Cuesta creer que no sea una bravuconada. La mayoría en Diffa son tan pobres que ni siquiera pueden plantearse pagar el viaje hacia Libia y el Mediterráneo. Ibrahim insiste y dice que aunque el periodista no le crea, él irá.

Y es en esa ausencia de futuro de Ibrahim, en esa huida hacia la nada de miles de adolescentes desempleados, donde se encuentra la raíz del éxito de Boko Haram. La banda yihadista reclutó a cientos de hombres tras ofrecerles 300.000 cefas (unos 450 €) una moto y una esposa gratis. “Todos conocemos a alguien que se integró en Boko Haram –admite Ibrahim–, no son radicales, simplemente buscan poder casarse o tener dinero”.

La banda yihadista nigeriana nació en Maiduguri, el norte de Nigeria, en el 2002 como una banda violenta y juvenil que protestaba por la ineficacia del gobierno nigeriano, a quien acusaban de haber olvidado el norte, más pobre y analfabeto que el sur. Mataban a policías o soldados, querían implantar una visión radical de la charia y su objetivo era nacional. Querían derrocar al Gobierno. Poco a poco tomó una deriva más sangrienta y en el 2015 juró lealtad al Estado Islámico. El terror se desató.

“Mis animales beberán y si no me lo permiten, estoy dispuesto a luchar”, advierte con mirada cruda Malam

Pero más allá del horror yihadista, hay más piezas indiscutibles en el tablero del extremismo en la región. A los agravios por los abusos del ejército nigeriano en su lucha contra los yihadistas –varias oenegés han denunciado ejecuciones sumarias y torturas de sospechosos o mujeres y bebés de supuestos guerrilleros–, se suma la pobreza y la corrupción.

El norte de Nigeria no es pobre por desgracia, lo es por la avaricia. Si Transparencia Internacional sitúa a Nigeria como uno de los países más corruptos del mundo (con una nota de 2,8 sobre 10), es por escándalos como el del 2011, cuando Global Witness y Finance Uncovered destaparon un entramado corrupto en grabaciones y mensajes entre directivos de Shell y el Gobierno de Nigeria. La compañía holandesa pagó 1.300 millones de dólares por los derechos de una explotación de petróleo en la costa nigeriana pese a saber que ni un solo billete llegaría a las arcas públicas. Esa cifra es 1,5 veces el dinero que, según la ONU, se necesita para resolver el hambre provocada por Boko Haram.

Níger tampoco ocupó el último lugar del Índice de Desarrollo Humano del 2015 por torpeza. Una historia trufada de golpes de Estado puso en bandeja sus riquezas naturales a precio de saldo: Francia, ahora de la mano de Areva, extrae uranio de su excolonia desde 1970 –hasta tres cuartos de su electricidad dependen de la energía nuclear– y se beneficia de unas condiciones ventajosas. Según unos contratos filtrados por Reuters hace tres años –la empresa gala se negó a confirmar su autenticidad–, Areva debía pagar un 5,5% de los royaltis por la producción de uranio. En otros países productores de uranio donde opera Areva como Canadá y Kazajistán, ese porcentaje es del 13% y el 18,5% respectivamente.

El odio asesino de Boko Haram se nutre de la miseria y golpea a los más débiles. La desesperación hace el resto. Junto a la carretera del miedo, en el campamento de Kindjandi, las tensiones entre las etnias buduma, originarias del lago, y los ganaderos peul o los agricultores kanuri ya se han cobrado la primera víctima: un peul que quiso colar a sus animales en la única fuente de agua del pueblo fue molido a palos. El jefe o bulama de Kindjandi, Malam Babaye, dice que no pueden más. “Éramos 12.000 habitantes hace dos años, ahora somos 25.000 personas y los refugiados han venido con miles de cabezas de ganado”.

Malam Mai es un buduma altísimo, de mirada cruda y pómulos marcados, que huyó del lago con cinco hijos y 70 animales. Al pedirle un augurio para el futuro, se cuadra frente a la fuente y enfría su mirada. “Mis animales beberán, y si no me lo permiten, estoy preparado para luchar”.

F/lavanguardia.com
F/Ruido Photo
Etiquetas