Por Hildegard Rondón de Sansó|Estadistas vs. la difamación mediática (Opinión)

El inicio de cada nueva época se presenta con novedades con respecto a la existente. Vamos a aludir a lo que consideramos como una nueva forma de actuación político-social que está dando muestras de su intensa aplicación. Se trata del intento de destrucción moral de personalidades consagradas.

A lo que queremos referirnos es a una corriente generalizada, fundada en la anti-ética más absoluta, esto es, en la negación de todo respeto por el sujeto, por el hombre y, sobre todo, de su notoriedad o trayectoria.

Es cierto que la política, tradicionalmente, ha sido traicionera y contradictoria, pero nunca como ahora se pueden apreciar los ingeniosos recursos que ella emplea y que son en esencia la utilización de los medios de comunicación que por carecer de autonomía, eluden su función fundamental de informar objetivamente, para orientar al público, y por el contrario, lo dirigen en la dirección que le señalan los grandes poderes de los cuales dependen.

El objetivo básico de la práctica aludida es destruir moralmente a los personajes importantes que tienen el respaldo de una obra exitosa y que, por ello, ha calado hondo en el sentimiento popular, sin importar absolutamente el medio para dañarlo o destruirlo.

El primer elemento destructivo es sembrar el olvido sobre el significado de la obra que han realizado y luego estigmatizarlos con los signos que signifiquen su degradación.

Por ejemplo, se olvida lo que Luiz Inácio Lula da Silva significa para el Brasil, independientemente de sí estamos de acuerdo con los lineamientos del partido que lo llevó al poder, atendiendo solo a la realidad histórica. Cumplida esta primera fase, es más fácil pasar a la denigratoria.

Brasil, colocado como un país dormido dentro de la fuerza de los Estados territorialmente importantes, se colocó entre ellos en forma prioritaria y pasó a formar parte del grupo de los desarrollados, pero se trata de que se olvide quién fue el autor del progreso económico y, se comete la villanía de mandarle una citación pública, acompañada de la presencia de los medios, a su propia habitación, para sorprender al hombre doméstico con el peso de las acusaciones más severas, sin reconocimiento alguno por las decisiones recientes de organismos públicos que habían declarado cerradas las mismas averiguaciones que se le imputan. Lo importante es convertir al estadista en un ciudadano objeto de sanciones.

En el mismo sentido, un hombre como Evo Morales, capaz de colocar a un país como Bolivia en el centro del desarrollo tecnológico mundial, en el modelo ejemplificante de la superación de la cultura originaria de un pueblo, en representante de la ciencia y la tecnología.

Es inútil que a favor de Evo estén las cifras reveladoras del crecimiento económico que produjera y, de su posición comparativa en el mundo actual de los países emergentes.

Nada de eso tiene importancia cuando eres capaz de imputarle la factura falsa de un barbero como ejemplo de lo que quiere presentarse como una vida depravada.

Pasemos al presidente Rafael Correa en Ecuador, el personaje brillante de la economía latinoamericana, capaz de haber traducido a intereses locales los elevados temas de las facultades de Economía más acreditadas de Inglaterra. En contra de todo ese prestigio siempre podrán operar los incidentes más primitivos que puedan serle imputados.

Hemos citado el ejemplo de los tres gobernantes latinoamericanos a quienes por mucho que se intente hacerlo, no podrá negársele el haber otorgado a sus respectivos países mejoras económicas, culturales, sociales y tecnológicas de altura.

Uno piensa que hay una fábrica de elaboración de imágenes nefastas que, psicológicamente estudiadas, podrán ser endosadas a este tipo de brillantes estadistas.

El hecho es que la industria de las denigraciones produce resultados extraordinarios porque tiene en sus manos las armas más eficaces y dañinas que han existido siempre, pero que, en los momentos actuales, han sextuplicado su fuerza y su valor que, no son otras, que los medios de comunicación formales, unidos ahora con el supuesto “inocente” trabajo de las redes, que operan como sus secretos pero directos colaboradores.

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