Por Hildegard Rondón de Sansó|Fotografías (Opinión)

Hasta hace muy poco tiempo la fotografía era una técnica (para algunos un arte) de la exclusiva utilización del especialista, que era el fotógrafo.

El objetivo era siempre eventos trascendentales: el matrimonio, el bautizo, la graduación y, en el plano público, las declaratorias de guerra o de paz, las elevaciones al poder o la salida del mismo de los gobernantes; la entrega de premios significativos. Asimismo, había fenómenos de la naturaleza que, por su intensidad o rareza, merecían ser reproducíos por la cámara: inundaciones, eclipses, huracanes.

Lo importante es que la fotografía no era un plato de todos los días, sino algo propio de un menú especial.

Cuando las cámaras fotográficas comenzaron a ser más fáciles de manejar y los teléfonos se usaron también para completar la labor comunicacional, cambió el ejecutante de la foto y el motivo de su ejecución.

El fenómeno de esta divulgación se ha ido acelerando día a día y ya la “cámara” forma parte de la totalidad de los actos en los cuales el hombre participa.

Por lo que atañe a los viajes, hasta hace poco, el recuerdo de los lugares visitados quedaba a cargo de las llamadas “postales”, fotografías profesionales destinadas a reproducir los monumentos y paisajes más connotados de los sitios visitados.

Generalmente las postales se adquirían para ser copartícipes del viaje a los amigos, a quienes se les enviaba alguna diciendo: “Desde esta bella ciudad los recordamos a todos con cariño. Aquí visitando la tumba de Sacrilón II, hemos pensado en todos ustedes”.

Pues bien, la época de las postales llegó a su fin, a cambio de ello -he aquí una de las manifestaciones más intensas del fenómeno que comentamos: cada viajero tiene su propio archivo de fotos donde los lugares famosos son simplemente el telón de fondo de la familia que viaja. La situación con los fotógrafos aficionados es tal que para sacar una foto de la Fontana de Trevi o del Arco de Triunfo se necesita romper el cerco de cientos de fotógrafos particulares.

Además de la masificación del uso de las fotos paisajistas o conmemorativas, lo que es relevante es la tendencia a sacarse fotos en todas las posiciones: de frente, de perfil, sobre el murito, debajo de la enramada, en pleno tránsito, en la soledad del desierto, recogiendo nieve, nadando en aguas profundas rodeado de tiburones, subiendo al Everest, por intermediario o “selfie”.

No hay medio de comunicación particular que no esté sembrado de las fotos de los que desean comunicarse entre sí: la foto está en el “pin” del celular; en el mensaje que se envía por las redes informáticas; en la tarjeta de presentación, en los curricula, en el papel timbrado de la oficina. ¿Por qué?

Es indudable que hay mucho de narcisismo en ese buscarse en el grupo y encontrarse como un puntico más; pero hay que estar allí. Esa constante manía fotográfica habla también de la pérdida de algo que era resguardado en épocas anteriores con especial cuidado: la privacidad.

La gente no quiere privacidad, por el contrario, quieren compartir su existencia y sus hábitos.

Esta pérdida de la privacidad está muy vinculada a algo más grave, que es la pérdida del recato; a la vergüenza natural de ser sorprendido en posiciones íntimas. Esto es lo que uno siente cuando ve muchas de las fotografías que acompañan a los mensajes enviados por las redes, donde los remitentes retratados posan en posturas provocativas o insinuantes, simplemente para hacer resaltar lo que consideran conforma su atractivo físico.

Por el momento hay que advertir que estas actitudes son peligrosas, porque esos “modelos fotográficos” son sumamente indiscretos con su propia vida y van comunicando hacia dónde viajan, cómo se desplazan en forma tal que permiten a cualquier delincuente seguir la pista de una nueva presa.

Recomendamos actuar como se hacía en el siglo pasado en que se reservaba la foto para el camafeo que se ponía en el cuello de la amada o el amado, o para el álbum íntimo.

sansohildegard@hotmail.com