Genealogía de un perfecto y sanguinario genocida

POR: ALBERTO ARANGUIBEL B.

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El 1 de marzo de 2008, el mundo entero era sorprendido con la cínica declaración de uno de los más altos funcionarios del Gobierno colombiano para aquel momento, que en medio de risotadas muy nerviosas pero claramente complacido y lleno de alborozo, celebraba la muerte de una veintena de personas que habrían sido asesinadas por el infernal efecto de las bombas que él mismo, en su condición de ministro de Defensa, había ordenado que se lanzaran para acabar con la vida del comandante Raúl Reyes y de todos sus acompañantes, transgrediendo flagrantemente los límites fronterizos con el vecino país, Ecuador, donde se encontraba el campamento sobre el cual se produjo el brutal exterminio.

La “Operación Fenix”, como se denominó el ilegal asalto (que contó con la decisiva participación del ejército norteamericano, como quedó luego claramente establecido), formaba parte de la sanguinaria política de Seguridad Democrática implementada por el entonces presidente Álvaro Uribe, que llenó de sangre el territorio colombiano durante casi una década de exterminios extrajudiciales que acabaron con la vida de decenas de miles de seres humanos que iban a parar con sus huesos en fosas comunes de las que muchas veces jamás se conocería su existencia, pero que han terminado apareciendo a la luz pública como una especie de huella providencial que denuncia a cielo abierto la inmoralidad de un régimen siniestro que se jactó como ningún otro gobierno criminal en la historia de su capacidad de asesinar masivamente a su propio pueblo, como quedaba en evidencia aquel primero de marzo.

Juan Manuel Santos, como se llamaba aquel sombrío ministro de Defensa, repugnaba con aquella grotesca declaración porque el carácter festivo que su actitud reflejaba al momento de ofrecer una información tan delicada a la opinión pública no solo no se correspondía con el tono oficial que estaba obligado a preservar, sino que dejaba al descubierto una obscena lascivia por la muerte que jamás podría ser tolerada por ningún ser humano.

Colombia, un país donde la cultura del exterminio humano prolifera casi como una forma de vida en ese submundo de criminalidad que se asocia a su condición como el más grande productor de drogas ilícitas del mundo, es un territorio más que propicio para el fomento de todo tipo de delitos, como el sicariato, el lavado de dinero, la prostitución y el contrabando.

De ahí que su clase política, cooptada por la retardataria oligarquía colombiana como un instrumento al servicio exclusivo del control y el sometimiento de la sociedad, responda tan perfectamente al formato de la delincuencia común y entienda de manera casi religiosa el exterminio de seres humanos como un simple medio para el cabal desempeño de la función pública.

Pero Juan Manuel Santos ha excedido con creces todo parámetro de sadismo y refinamiento en su complacencia con el sufrimiento ajeno, llevando a niveles de verdadera tragedia el dolor del pueblo colombiano, al que somete sin la más mínima compasión a la penuria del hambre y la pobreza en proporciones de holocausto como no sucede en ningún otro país suramericano.

Las cifras de desnutrición infantil en Colombia han llegado durante el Gobierno de Santos a niveles alarmantes para organismos internacionales como la FAO, que dan cuenta del retroceso progresivo en materia alimentaria que padece el vecino país desde hace más de tres décadas, lo que explica, sin duda alguna, que ese país haya producido a lo largo de todo ese periodo la segunda población de desplazados en el mundo, después de Siria (que está en guerra) de acuerdo a las cifras oficiales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en sus últimos reportes.

Heredada de su condición de virreinato, improvisado por el imperio español en suelo suramericano en la búsqueda de institucionalizar su dominio sobre el nuevo mundo pero sin gozar de un verdadero soporte cultural, social y político que lo sustentara, la estúpida idea de la supremacía de clase sigue atormentando hoy a esa oligarquía de la que surgen los políticos colombianos, cuyo único propósito es perpetuarse en el poder a costa de lo que sea. En especial a costa de la vida de los pobres a los que se considera con derecho a humillar, atropellar y hasta asesinar sin miramiento alguno si del aseguramiento de ese poder se trata.

Las ancestrales diferencias políticas entre las clases dominantes tradicionales de Venezuela y Colombia estuvieron determinadas desde siempre por ese carácter supremacista que embriagó a la oligarquía colombiana y al que la clase oligarca venezolana no pudo sobreponerse nunca. Por eso, cuando la oligarquía fue desplazada del poder en Venezuela, el odio de clase de esa oligarquía bogotana contra nuestro país empezó a ser todavía más visceral y acérrimo, y el desprecio de su dirigencia política contra nuestro pueblo se desborda entonces a niveles aún más impensables.

De ahí que la atrocidad de atacar a nuestro pueblo manipulando políticamente con los alimentos y las medicinas, que Juan Manuel Santos les roba a los venezolanos a través de la protección que su Gobierno le brinda al contrabando de extracción y al ataque a nuestro signo monetario mediante una criminal resolución que favorece el saqueo a nuestro sistema económico, no sea sino una expresión más de la típica actuación criminal de un presidente oligarca contra la vida humana, que en Colombia no solo goza de perfecta impunidad sino que además es aplaudida y celebrada, como aplauden y celebran las genocidas prácticas de asesinatos en masa que llevó a cabo Álvaro Uribe durante todo su mandato, y que hoy ejecuta sistemáticamente Juan Manuel Santos sin ningún rubor.

El artero golpe asestado por Santos al pueblo venezolano en diciembre de 2017 al retener sin justificación legal alguna los perniles que los venezolanos más humildes esperaban con ansias para celebrar su cena de Año Nuevo, fue un claro anuncio de todo lo que estaba dispuesto a hacer el miserable Presidente de los colombianos con el fin de satisfacer su sed de odio contra nuestro país.

En la misma forma ilegal, y sin el menor fundamento o explicación convincente para ello, el mismo Santos en persona ordenó semanas después de aquel inhumano atropello a los venezolanos, la retención de un importante lote de medicinas que el Gobierno del presidente Nicolás Maduro había adquirido al laboratorio La Santé, del importante grupo empresarial colombiano Carval, con lo cual solo se agudizaba intencionalmente la difícil situación de desabastecimiento de medicinas que por acción del criminal cerco económico desatado por el imperio norteamericano contra nuestro país ha estado padeciendo el pueblo venezolano.

Esta semana, a tres días apenas del histórico proceso electoral que tuvo lugar este domingo en Venezuela, el desalmado Juan Manuel Santos, en un vulgar acto de simple agresión política, secuestra un gigantesco cargamento de comida destinada por el Gobierno revolucionario a solventar las necesidades alimenticias de las venezolanas y los venezolanos, poniendo así en riesgo la salud de miles de mujeres, ancianos y niños, que se benefician del programa de Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) puesto en marcha por Nicolás Maduro para contrarrestar los devastadores efectos de esa inmoral guerra.

Santos se regocija reteniendo esos alimentos porque, como genocida contumaz que es en lo más profundo de su putrefacta alma de oligarca criminal, representan exactamente lo opuesto a lo que él personalmente concibe como lo único a lo que debe tener derecho el pobre, que es a la pobreza.

El CLAP, que no es ninguna dádiva populista como lo quiere hacer ver esa derecha retardataria de la que forma parte Santos, es un poderoso mecanismo de redención social, a través del cual el pueblo se organiza y lucha para combatir la especulación y la usura que criminales como el Presidente de Colombia encarnan, asegurando nuevas y más expeditas formas de distribución y de acceso a los productos de primera necesidad, pero construyendo a la vez un poderoso modelo sociocultural basado en la idea de la justicia y la igualdad como único parámetro de referencia y de orientación.

Mientras en Colombia exista como clase política la escoria humana que funestos personajes como Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos encarnan, jamás podrá existir una iniciativa tan venturosa como el CLAP, porque ello equivaldría a la extinción del carácter genocida que tanto placer les proporciona a esos miserables.

@SoyAranguibel