Iraida Vargas: “La hechura de la hallaca es una tradición que ha pasado de madre a hija”

Si algún personaje, venezolano o caraqueño, encarna todos los requisitos para sustituir a San Nicolás o Santa Claus, en la tarea de repartirle los regalos a los niños criollos en Navidad, es Pacheco, ese tierno y humilde hombre que en diciembre, proveniente de Galipán, entraba a la ciudad envuelto en neblina por la Puerta de Caracas, hacia los lados de La Pastora, y que llegaba cargando un haz de flores. Su arribo coincidía con la llegada del frío decembrino.

Iraida Vargas suelta un aah, afirmativo, al cual se une su esposo Mario Sanoja, actual cronista de Caracas, en cuanto a la propuesta de darle a Pacheco el cargo.

“Absolutamente. Además, San Nicolás es una creencia escandinava”, señala Iraida Vargas, y echa el cuento de cuando, de estudiantes en Holanda, junto a su esposo Mario, pasaron una Navidad por allá y en la casa donde estaban, como ella siempre comentaba que añoraba bañarse todos los días, le regalaron un jabón y a Mario una tolla. A pesar de que en Holanda, y en Europa, la Navidad también es bonita, se intercambian regalos, y les echaban el cuento de Santa Claus, que, incluso en Holanda, tiene un ayudante que Mario Sanoja traduce al castellano como el “Negro Pedro”, para Iraida nada supera la plenitud de las navidades venezolana , el calor humano y familiar, la solidaridad y la cooperación, que a su juicio, son herencia de nuestro indígenas.

De la Navidad, Mario Sanoja recuerda las patinatas que los jóvenes de la cuadra, en La Pastora, practicaban en Los Caobos o en la avenida La Paz, en El Paraíso, mientras comían arepitas dulces con café. Sanoja también recuerda los dulces, entre ellos el de lechosa, el carato de maíz fermentado con el que algunos agarraban una rasca. En materia de hallacas reconoce que no es experto. Recuerda a su padre, Augusto Sanoja, quitándole la cabeza a los cohetes y la carga explosiva, para luego lanzarlos en la sala y desternillarse de la risa viendo saltar y brincar a los bailadores.

“Yo no soy autoridad en hallacas, soy autoridad en comérmelas”, señala este antropólogo e historiador, quien junto a su esposa Iraida Vargas, acumula una larga y meritoria carrera como docentes universitarios, investigadores de nuestros pasado indígenas, historiadores de nuestros períodos coloniales , las luchas femeninas (ella).

Una buena parte de los recuerdos navideños de Iraida Vargas está vinculada a los días de su niñez en Maracay. Recuerda el ambiente grato, la convivencia y solidaridad entre vecinos, las parrandas y los versos que le dedicaban a la muchacha de vestido rojo.

“Era una cosa interesante” rememora Vargas, “me parecía hermosísimo: si en la cuadra donde vivíamos se mudaba alguien que venia de otro lado, mi mamá nos mandaba a mi hermanita, a mí, y a mi prima, cada una con una flor en la mano, a casa de la familia nueva a decir que por favor supiera que la señora Vargas (Carmen Teresa Arenas González de Vargas) estaba a la orden, que cualquier cosa que necesitara, ella vivía en la casa número 19 y que no tuviera pena en decir. Recuerdo que yo, como la mayor, no me gusta mucho representar, pero al final me acostumbré, ya que era una manera de acercarse de la forma más amistosa posible. Las hembras íbamos con la florecita, mire aquí esta que le manda a decir mi mama, que la casa 19…”.

En el caso de algún fallecimiento, la cuadra se llenaba. La gente llegaba con platos de galletas, lo que fuera para ayudar al velorio.

“Yo estoy convencida , y cada vez más lo ratifico, que antes de la invasión de extranjeros de distintas partes de Europa, éramos un pueblo extraordinariamente solidario, unido, compartíamos muchas cosas”, señala Vargas.

El látigo

Mario Sanoja señala el patinaje como una de las diversiones preferidas de los jóvenes de la época. Las patinatas arrancaban el 15 de diciembre y concluían con la última misa, la “Misa de gallo”, del 24 para el 25 de diciembre. Los jóvenes como él, que vivían en La Pastora, se venían en grupo patinando hacia Los Caobos, o por lo que ahora es la avenida San Martín, cruzaban el Puente 9 de Diciembre, y le caían a El Paraíso, a la avenida la Paz, que era una avenida larga, y era de las preferidas para patinar.

“En uno de lo extremos de la avenida nos tirábamos por esa bajada hasta llegar a la parte plana. Generalmente íbamos los muchachos de la cuadra. Nos parábamos a las 2:00 de la madrugada. Patinábamos hasta las 6.00 de la mañana. Una de las atracciones, era comer arepitas dulces con café. Eso era típico de la Navidad. En esa época los grupos que iban a patinar hacían una cantidad de figuras. Había una que llamaban el látigo, en la avenida La Paz… Uno se tiraba por la avenida agarrándose de la cintura, una hilera de 15 o 20 muchachos. Nos partíamos por la mitad, el ultimo se daba la vuelta y se llevaba a todo el mundo. Era una manera violenta de divertirse, pero así era.

-¿Usted no patinó de espalda?

-Era peligrosísimo, pero uno aprendía rápidamente. Yo en la noche, cuando me compraron los primeros patines, me solté. En el centro había varios negocios que vendían los patines, los Winchester, los patines Unión, que eran los más caros.

Relata Sanoja que nunca descubrió en su casa cuándo los padres escondían los regalos y los sacaban y colocaba en la noche del 24 de diciembre

“En aquella época, los muchachos de 12 y 13 años aún creían en el Niño Jesús. Y cuando uno se acostaba y que pasaba una cosa rosada flotando; ese era el Niño Jesús. Antiguamente lo que se estilaba en las casas era el nacimiento y posteriormente por los años 1943, 44, que yo recuerde, comenzó a utlizarse el arbolito de Navidad. Antiguamente la Navidad era una diversión familiar; una fiesta muy íntima. Al menos en mi casa era así, una fiesta donde se reunía la familia y a veces algunos amigos muy allegados. La gente se reunía a comer hallacas, a tomar vino, ponche crema o “leche e burra”, compartir.

Del pan de jamón recuerda que conoció una panadería que estaba en la esquina de Angelitos, entre San Juan y El Silencio, donde elaboraban el pan de jamón, cuyo consumo no muy extendido en la Caracas de los años cuarenta.

“Muy pocas panaderías hacían pan de jamón. Se extendió mucho en la época de Pérez Jiménez. Yo creo que el pan de jamón es un invento caraqueño; no conozco otro país en el mundo donde hagan pan de jamón”, afirma.

“Yo que soy de Maracay, señala Iraida Vargas, “le puedo decir que conocí el pan de jamón en Caracas. Igual que los golfiaos.

Iraida asocia la Navidad con la música, las parrandas, los aguinaldos.

“Yo, apenas comenzaban a sonar en la radio los aguinaldos”, expresa Vargas, “llegaba corriendo del colegio a poner la emisoras, escuchar los aguinaldos y eso me daba una sensación de que ya estábamos de vacaciones escolares. Después la ilusión de los regalos para los niños, los adolescentes y los adultos. La ilusión de que era una época del intercambio. Mis recuerdos más caros en lo de la Navidad, están en la cuestión de los regalos, la familia y las parrandas. En mi casa se estilaba que uno celebraba dentro de la casa, pero luego se colocaban las sillas en la acera y uno se sentaba a ver pasar a la gente. Venían las parrandas y le cantaban a los que estaban sentados. Hacían estrofas alusivas a las natividad misma pero también a los presentes. Para mí la Navidad fue algo muy familiar. Una niña no patinaba, yo patinaba cerca con mis hermanos, pero eso de salir con extraños no se permitía.

¿Usted recuerda cuando nos invadieron los maracuchos con las gaitas?

-Yo lo recuerdo como posterior al Gobierno de Pérez Jiménez. Yo me vine a estudiar a Caracas en 1969 después de graduarme de bachiller. Aquí no se tocaba gaita. Creo que fue en los 70 cuando fui a una fiesta familiar, y allí tocaban una música muy chévere, animosa para bailar. Alguien me dijo, esa música la tocan en Maracaibo y se llama gaita. Mi familia era muy musical. Yo era la cantante en el grupo familiar. Mis hermanos tocaban la tambora. La gaita, en mi caso, la asocia a finales de los sesenta, es posible que los caraqueños la conocieran antes.

Hallacas

Iraida Vargas sustenta que tradicionalmente el conocimiento de la hallaca es una tradición que ha pasado de madre a hija. No de madre a hijos.

“Yo que no tengo hijas se la pasé a mis hijos, de manera que se rompió la tradición. Hasta mi generación puedo dar fe que fue mi mamá la que nos enseñaba a

hacer las hallacas. La hallaca de mi mama era la hallaca central, porque ella era valenciana, pero la mayoría de sus amigas maracayeras hacían las hallacas iguales que las valencianas. Ella hablaba de sus amigas de Villa de Cura y de toda la franja costera central. La hallaca de esa zona se endulzaba con papelón. Mi papá que era andino, cuando mi mamá hacia las hallacas, le preparaba un guiso salado aparte y las hallacas con garbanzos, como era la tradición en los Andes. Pero nosotros los hijos, los tíos, los sobrinos, comimos la hallaca central. Es como la arepa, que la central es más bien pequeña, redondita, abombadita. Las hallacas llaneras tenían quinchonchos.

Mario Sanoja afirma que sí hay una hallaca caraqueña, e Iraida Vargas identifica hallacas centrales, andinas, llaneras, orientales, de la zona occidental (Falcón, Zulia), y en ellas hay un elemento, un componente que las identifica: garbanzos en los Andes, quinchoncho en el llano (Cojedes, Portguesa, Barinas), cebollas grandes, ruedas de papas y huevos duros, en la zona occidental

“El carácter multisápido viene de que es una combinación de mil cosas que le dan un enorme sabor”.

Yo soy de las que niega lo que dicen ciertos historiadores gastronómicos, en el sentido de que la hallaca viene de los esclavos que mezclaban las sobras y le echaban de todo. Yo niego eso porque tengo datos históricos escritos por el padre Gumilla, cronista de la época, que narraba cómo los indígenas rellenaban el equivalente a una hallaca en aquella época, siglo XVII. Los indígenas rellenaba una suerte de tamales, que era la misma hallaca”, afirma Iraida Vargas.

T/ Manuel Abrizo
F/ Miguel Romero