La soberanía y la independencia han costado sangre, sudor y lágrimas

Ayer como hoy, las potencias y los sectores poderosos emplean toda su crueldad y ferocidad para someter a quienes se rebelan contra la tiranía y la dependencia. Las atrocidades del ejército español llenaron de horror a pueblos y ciudades. Bolívar, al frente de un ejército de descamisados y “patas en el suelo”, alimentados con una ración de carne diaria, logró derrotarlos y expulsarlos para siempre. En Boyacá, nuestros soldados pelearon vestidos con prendas femeninas ante la falta de ropa. Nadie se quejó.

Venezuela fue el país de la América colonial hispana que mayores sacrificios hizo durante los casi 15 años de una enconada y heroica guerra por liberarse de España. Millares de soldados patriotas, venezolanos y extranjeros, perecieron en los campos de batalla desde el Orinoco hasta Bolivia. Desde Caracas a Bogotá, Quito, Guayaquil, Lima. En las batallas de Pantano de Vargas y Boyacá, nuestros soldados combatieron vistiendo prendas femeninas porque no tenían más ropa que ponerse. En la Batalla de Carabobo, cuando revisaron el campo ensangrentado, hallaron unos 200 cadáveres de mujeres con atuendos masculinos, que vistieron así para poder pelear. En 1821, al final de la guerra, Venezuela era una nación en ruinas, despoblada, adolorida. Tal fue el costo material por alcanzar la independencia, la soberanía, la libertad.

La guerra en suelo venezolano se inició con una crueldad sin límites por parte de los españoles. El historiador Augusto Mijares en su obra El Libertador narra pasajes escalofriantes sobre las atrocidades cometidas por el canario Domingo Monteverde y sus lugartenientes. Hasta su propio capellán fue partícipe de aquellas barbaridades al recomendarle en alta voz a los soldados de una compañía que partía hacia San Carlos que de “siete años para arriba no dejasen vivo a nadie”.

“Muchos patriotas”, escribe Augusto Mijares, “murieron asfixiados en los calabozos donde se los amontonaba con grillos: otros de hambre y de sed. En Puerto Cabello el interventor de la aduana arrojó álcali volátil en las bóvedas del Castillo pata sofocar a los prisioneros, y cuando el comandante de aquella prisión se lo participó a Monteverde, este le respondió llanamente: “Al que le toque morir, ese es su destino”.

Francisco de Miranda, preso tras la capitulación de 1812, fue recluido en el castillo de Puerto Cabello en una celda común, de ambiente angustioso por el amontonamiento de los presos, a quienes se les obligaba a hacer sus necesidades naturales en un depósito del propio recinto.

“De día y de noche, ratas, moscas, chinches y otras alimañas convivían con los infelices prisioneros. La disentería, el reumatismo, las heridas o contusiones infectadas y la extenuación producida por la deficiente alimentación, mantenían en el más lamentable estado a la mayoría de los recluidos”, detalla Mijares.

De un tal Pascual Martínez, canario como Monteverde, se señala, apuntado por José Francisco Heredia (El regente Heredia) que “en los pueblos del tránsito, dicen que se complacía en maltratar a los naturales del país, insultándolos con el dictado de perros criollos”.

Entre los relatos espeluznantes figuran las monstruosidades de Antonio Zuazola. Mijares se refiere a este asesino citando a Rafael María Baralt.

“Digno subalterno de Antoñanzas, cometió en el tránsito las mayores violencias, persiguiendo sin distinción como enemigos a cuantos americanos encontraba, quemando las casas, talando las sementeras. A los prisioneros pasó por las armas, y luego llamó de paz a los vecinos de la villa que temerosos andaban a leva y monte por la tierra. Muchos escarmentados con las pasadas perfidias no se fiaron: otros incautos y candorosos se presentaron con sus familias, tanto más tranquilos cuanto que eran gente quieta que no se había metido en nada. Hombres y mujeres, ancianos y niños fueron desorejados o desollados vivos. A quienes hacía quitar el cutis de los pies y caminar sobre cascos de vidrios o guijarros; a quienes hacía mutilar de uno o dos miembros o de las facciones del rostro, haciendo mofa después de su fealdad; a quienes mandaba coser espalda con espalda. No siempre eran unos mismos los suplicios: variábalos y combinábalos de mil maneras, para procurarse el gusto de la novedad”.

Oro español, el general Manuel del Fierro, le escribe a un compatriota suyo: “En las últimas acciones habrán perecido de una y otra parte más de 12.000 hombres. Afortunadamente, los más son criollos y muy raro español. Si fuera posible arrasar con todo americano, sería lo mejor”.

Sin duda que las atrocidades españolas enardecieron a las patriotas. Antonio Nicolás Briceño, a quien en Caracas festivamente llamaban “El Diablo”, impuso su propia pena de muerte. Mijares especifica que Nicolás Briceño, para entonces en la Nueva Granada, estableció un macabro arancel de ascensos: “El soldado que presentase veinte cabezas de dichos españoles será ascendido a alférez vivo y efectivo, el que presentase treinta a teniente y el que cincuenta a capitán”.

En respuesta a la crueldad de Monteverde y sus segundos, Bolívar proclama la “guerra a muerte” durante la Campaña Admirable.

Todavía estoy vivo

En 1813 aparece el sanguinario José Tomás Boves al frente de un gran ejército.

“José Tomás Boves no sólo llegó a exceder en ferocidad a cuanto se había hecho, sino que concibió el malvado designio de dividir a los venezolanos por medio de la guerra de clases y de razas, para que se destruyeran unos a otros”, indica Mijares. El asturiano se había propuesto destruir a todos los blancos.

Luego de la Batalla de La Puerta, en donde derrota a Bolívar y Mariño, Boves sitia a Valencia durante 20 días hasta que se agotan los víveres y el agua. Los sitiados se ven obligados a capitular. El caudillo español se compromete a respetar la capitulación por los “santos Evangelios y en presencia de la Majestad Divina”.

“Pero en la noche siguiente”, dice Mijares, citando la narración del realista Heredia, “a su entrada en Valencia, Boves reunió a todas las mujeres en un sarao, y entretanto hizo recoger los hombres, que había tomado precauciones para que no se separaran, y sacándolos fuera de la población los alanceaban como a toros sin auxilio espiritual. Solamente el doctor espejo (Gobernador Político) logró la distinción de ser fusilado y tener tiempo para confesarse. Las damas del baile se bebían las lágrimas, y temblaban al oír las pisadas de las partidas de caballería, temiendo lo que sucedió, mientras que Boves con un látigo en la mano las hacía danzar el piquirico, y otros sonecitos de la tierra a que era muy aficionado, sin que la molicie que ellos inspiran fuese capaz de ablandar aquel corazón de hierro. Duró la matanza algunas otras noches”.

Asienta Mijares que a fines de 1814, con el país bajo mando realista, la destrucción general era inenarrable. Familias enteras, escribe, se habían ofrecido a la patria y habían desaparecido.

De cinco hermanos de la familia Buroz que se alistaron en las filas patriotas, tres perecieron en los primeros años de la guerra. En las matanzas de Maturín fueron sacrificados el licenciado Miguel José Sanz, el ilustre Fracisco Xavier Ustáriz y dos de sus hijos menores, Dionisio Palacios Blanco, primo y cuñado del Libertador, los oficiales Francisco Palacios Blanco y Dionisio Blanco, de la misma familia. Mariano Ustáriz, que era todavía un niño, se salvó porque una india lo escondió en su rancho. Durante la fuga, José Félix Ribas alcanzó a verlo y le gritó: “Mariano, si ves a mi esposa dile que todavía estoy vivo”. La esposa de Ribas y la madre de Mariano Ustáriz eran hermanas, tías carnales del Libertador, y ambas se encontraban también entre aquella muchedumbre de familias errantes y combatientes desesperadas detrás de la cual corrían los implacables lanceros de Boves.

En la Emigración a Oriente, “en una lluviosa y triste mañana”, el 7 de julio de 1814, más de veinte mil personas abandonaron Caracas y emigraron hacia oriente por temor a Boves y sus seis mil hombres que se acercaban a la ciudad. Bolívar encabezó esa dolorosa huida con los soldados que custodiaban a hombres, mujeres, niños, ancianos, familias enteras que cargaban con lo que podían.

La narración de aquella marcha describe: “Casi toda la emigración iba a pie, y como el camino de la montaña de Capaya hacia Barcelona es lo más fragoso, consternaba ver a las señoras y niñas distinguidas, acostumbradas a las suavidades de la vida civilizada, marchar con el lodo a las rodillas, sacando fuerzas de la flaqueza, para salvar su honor y su vida amenazados por la horda de facinerosos que acaudillaba Boves”.

El propio Bolívar ayudaba a los desvalidos. A la niña Luisa Cáceres la montó en su caballo sobre las aguas desbordadas de la laguna de Tacarigua. También tomó en su brazos a un niño de pocos meses que fue más tarde el ilustre matemático Manuel María Urbaneja.

Don Martín Tovar, en 1814, aconsejaba a su esposa e hijas que se ocultaran en los bosques y que pasaran después a las Antillas a ganarse el pan bordando o haciendo dulces, mientras él seguía en las filas del ejército. En 1816, damas venezolanas de la más refinada sociedad tocaban el arpa en los bailes de negros del Caribe para lograr comer.

Carne de burro

Los sacrificios de la tropa hoy parecen increíbles, refieren Augusto Mijares y otros tantos historiadores. El capitán italiano Carlos Castelli, alistado en las filas patriotas, apunta en su diario que él y sus tropas se alimentaban en Barcelona con chipichipe y carne de burro.

La estadía de las llaneros en Apure, contada por Daniel O’Leary, estuvo marcada por sacrificios y penalidades sin límites, al igual que la travesía y la campaña de la Nueva Granada.

En Apure las tropas marchaban por aquellas llanuras azotadas por los rayos de un sol de fuego, “que ni una nube vela desde la mañana hasta la tarde. Agobiadas por el calor, sin un arbusto siquiera que les diera sombra durante la jornada. Ni una gota de agua que refrescara sus labios, y hora tras hora engañadas por las ilusiones ópticas tan frecuentes en aquellos parajes, las tropas llegaban tarde al vivac, donde les esperaba una escasa ración de carne flaca y sin sal”.

Durante la travesía por los llanos, rumbo a la Nueva Granada, los llaneros cruzaron ríos crecidos sobre botes de cuero para evitar que la humedad dañase el parque o para llevar a aquellos que no sabían nadar. Durante siete días marcharon con el agua a la cintura, acampando en algunos lugares que sobresalían.

En la escalada por el páramo de Pisba, en los Andes colombianos, muchos soldados caían repentinamente enfermos, luego fallecían a causa del aire frío y penetrante. En algunos casos hubo que flagelar a muchos afectados por el “páramo” para reanimarlos. O’Leary incluye en su relato el episodio de la mujer de un soldado del batallón Rifles atendida por los dolores de parto. Al día siguiente, la misma mujer con el recién nacido en los brazos marchaba a la retaguardia del batallón.

En una carta que dirigió a su esposa, el general José Antonio Anzoátegui narra: “Sólo el genio del Libertador pudo salvarnos y nos salvó efectivamente; auxiliados, eso sí, por el patriotismo y el entusiasmo de los patriotas de la provincia de Tunja, especialmente por las mujeres que:¡no lo creerás!, se despojaron realmente de su ropa para hacer con ellas camisas, calzoncillos y chaquetas para nuestros soldados, y de todo lo que tenían en sus casas para socorrernos. Fue esta una resurrección milagrosa. Nos devolvió la vida, el valor y la fe…”.

T/ Manuel Abrizo
F/ Archivo CO
Caracas