Somos personas, seres con una personalidad individual. También somos habitantes de una casa, de una localidad y un país. Pero también ciudadanos. Y en este último rol somos parte de un mundo en el que conviven –no siempre en armonía- los individuos más disímiles.
Prudentes o atrabiliarios, nos inclinamos en sentidos generalmente contrarios, a favor o en contra de multitud de cuestiones que a diario le exigen a uno definiciones. Y, en momentos críticos, como las que estamos viviendo, un paso al frente. Y si se trata de eso tan perturbador y escabroso como la política, nos inclinamos hacia direcciones que conducen casi inevitablemente hacia dos grandes orientaciones.
Pasivos o activos, seremos, entonces, conservadores o revolucionarios. En esos casos, se borran las líneas intermedias y pasamos a ser polarizados. La polarización es un fenómeno característico de momentos históricos durante los cuales una sociedad entra en crisis y genera intensos cambios revolucionarios. En nuestro país eso se ha convertido en una fatalidad y, a veces, también en una calamidad. Cuando gobernaba la derecha, el asunto pasó de la normalidad adeco-copeyana al extremismo anticomunista de Betancourt, arropado sin éxito con el gran mascaron del Pacto de Punto Fijo.
Fue la figura de Hugo Chávez la que, desde una definida orientación de izquierda antiimperialista, impulsó la partición de las aguas. La contundente sucesión de éxitos electorales que radicalizaron y consolidaron esa ubicación ideológica, inadmisibles para una derecha que se creía dueña absoluta del poder, desencadenó una furibunda campaña para defenestrar a los “alpargatudos”. Su reacción se parece mucho a la del marido traicionado por una bella mujer. La desmesurada virulencia de esa oposición, envenenada de odio racista, de misoginia y de componentes ideológicos y de agresivas conductas neofascistas ha envenenado el ambiente hasta el grado en que, para evitar una guerra fratricida, se ha impuesto como remedio heroico, una mesa de diálogo con acompañamiento internacional,.
Después de dos reuniones preliminares, la Mesa de Diálogo ha suscrito un sesudo documento que condensa las bases principistas y éticas que orientarán las sesiones de trabajo de esa comisión. Es, sin duda, un documento ejemplar y ejemplarizante, pensado y escrito con la prudencia y la sabiduría de avezados políticos e internacionalistas que saben usar las palabras como los panes horneados en su justo punto. Ni poco fuego que no cuajen ni mucho que se quemen.
El producto es hijo de dos ideas maestras: convivencia y paz. Algo así como la coexistencia pacífica entre capitalismo y socialismo, que garantizó que en el siglo XX no se desencadenara la tercera guerra mundial. Los principios y valores que sustentan y enaltecen un acuerdo posible son, en el orden en que aparecen en el texto: compartir un compromiso respetando, además de las diferencias ideológicas, la condición de mayoría y de minoría; procurar un consenso de ciudadanos y compatriotas por el bien común, a pesar de las legítimas diferencias; actuar con tolerancia en los momentos difíciles o en las crisis y, en el marco de un clima democrático, procurar una “convivencia pacífica, respetuosa y constructiva”. Es decir, derrotar el odio que genera violencia y todas las variantes de la guerra de tercera generación, la económica, la mediática y la sicológica, que se complementan para crear un clima propicio para el golpe de Estado.
Estamos, pues, ante un repertorio conceptual que pudiera servir de apoyo y de orientación para una profunda reconsideración de la conducción de la lucha política por parte de los dos grandes bloques, pero en particular para una oposición que ha utilizado todas las formas de violencia para derrocar a un gobierno elegido democráticamente y, además, respetuoso de la legalidad.
Aunque para muchos descreídos y pesimistas pueda parecer una ingenuidad, hay que hacer serios esfuerzos para preservar y, más aún, para colocar ese arsenal principista como condición, no de un pacto imposible, sino de un paso decisivo en el mejor de los caminos: el de la sana convivencia en la inevitable diferencia. Si logramos eso, nos lo agradecerán las generaciones futuras, pues habremos evitado una guerra fratricida.
Además, desde el punto de vista del lenguaje, estamos ante un emporio léxico que los periodistas responsables y patriotas no deberían desaprovechar. Sabemos que hay medios a los que no les conviene esta forma de entender la lucha política, al menos en las condiciones actuales y que, por ende, rechazan el espíritu que la alienta. Allá ellos con su responsabilidad histórica. También sabemos lo que sucedió en Chile con la dictadura de Pinochet, auspiciada por sectores idénticos a los del antichavismo, con El Mercurio y sus similares a la cabeza del tambor mediático. En nuestro ámbito, más allá del destino final de estos auspiciosos intentos pacificadores en pro de una convivencia política respetuosa y responsable, los medios deberían celebrar y auspiciar esta cruzada en pro de una paz que anhelan y apoyan las grandes mayorías.
En definitiva, contra el odio y la amenaza que generan violencia e intolerancia, hay que oponer con pasión patriótica y mediante una acción política respetuosa, la concordia y el reconocimiento mutuo en pro de una paz en la que nadie salga derrotado. Esa paz compartida sería el mejor regalo navideño para un pueblo que mayoritariamente la está solicitando.