Medio siglo de la obra cumbre del realismo mágico: Lo erótico-sexual en “Cien años de soledad”

Este punto de vista, sobre lo erótico-sexual en «Cien años de Soledad», novela de Gabriel García Marquéz,  ha sido soslayado en los estudios, según José Luis Garcés González, un novelista que aquí lo reseña e interpreta.

a) La zoofilia:

En la novela no hay narración explícita de ningún episodio zoofílico. Pero se hace referencia a dos hechos inherentes a la cultura del Caribe colombiano. El primero, es la mención de la manatí cuando José Arcadio Buendía, junto con todos los hombres de Macondo, decide buscar una vía hacia la civilización: esas regiones de embrujos y de inventos. Se nos dice que estos animales habitan en la Ciénaga Grande y se les describe como “cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales” (P. 22). El segundo se muestra cuando José Arcadio Segundo se confiesa, por primera vez, ante el padre Antonio Isabel. Y aquí resulta paradójica la incursión del muchacho en las prácticas zoofílicas. Porque es el mismo cura quien lo introduce por esos caminos al meterle, al hasta entonces virginal José Arcadio Segundo, la espinita de la curiosidad. Las cosas pasan de este modo: en la confesión, el prelado le pregunta no sólo si había tenido relaciones sexuales con mujeres, sino con animales. Extrañado, el joven le expresa sus dudas a Petronio, el sacristán. Éste –además de aclararle sus interrogantes- lo inicia en el coito placentero y misterioso con las burras.

b). El pene y su leyenda: 

En la costa Caribe, como es de público conocimiento, existe la leyenda del pene grande. Una expresión cabal de la sexualidad caribe la encontramos en Cien años de soledad en el tamaño descomunal de la virilidad de José Arcadio, probado, entre otras, por la veteranísima Pilar Ternera y por la exangüe gitanita de feria, a la cual le tronaron los huesos y se le salieron las lágrimas cuando él se le incrustó en su propio centro.

Pilar Ternera le definió su tamaño con dos palabras: “qué bárbaro”. La gitanita le corroboró sus dimensiones, además de las reacciones ya descritas, con un sudor pálido. Y la otra gitana, “de carnes espléndidas”, que entró a la tolda donde estaban los jóvenes, se la bendijo con una exclamación muy costeña: “muchacho, que Dios te la conserve”. Lo mismo puede afirmarse del joven Aureliano, que en la novela se le define como propietario de una “masculinidad inconcebible”, encima de la cual paseaba, en perfecto equilibrio, una botella de cerveza.

Pero para nivelar los tamaños y las pasiones, Aureliano, el hijo de Úrsula, hermano menor de José Arcadio, sufría la vergüenza de la escasa dimensión y el menoscabo de una sexualidad desfallecida. No pudo con la gitana, tampoco con la ya decrépita Pilar Ternera. Bueno, pero esta crisis en tamaño y en efervescencia en los Buendía era la excepción, no la regla.

Eran, en su mayoría,  de verija caliente o de útero hambriento.

c). Sexo, oscuridad e idealización:  

La oscuridad propicia la idealización: el hallazgo mental de otra persona. Esto le sucede a José Arcadio cuando, trastornado por el olor de Pilar Ternera (no hay que olvidar qué es el olfato en este aparte), llega a su cuarto guiándose como un ciego sin lazarillo, hasta que la mano de la mujer lo tropieza y lo devora. En medio del tráfago de sus vísceras, José Arcadio ve la cara de Úrsula, su madre. Esta cópula no sólo se desarrolla en un ambiente de oscuridad, sino de promiscuidad, puesto que “en la estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños” (P. 41).

Estas mismas circunstancias (oscuridad-promiscuidad) se dan cuando tienen sexo Pilar Ternera y Aureliano, quien encuentra en la cama a su amada y pueril Remedios. Años más tarde, convertido en el coronel Aureliano Buendía, a su hamaca arribaban incontables mujeres, todas cubiertas con el manto de las sombras. Pero ya no estará Remedios, sino la guerra.

Otro caso se revela en la pasión que siente Aureliano José por Amaranta, el cual “idealizaba (a las prostitutas) en las tinieblas y las convertía en Amaranta mediante ansiosos esfuerzos de imaginación” (P. 175), ante la imposibilidad de no poder concretar la relación genital con su tía.

Otro ejemplo en palabras del autor: “Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a amoniaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer…” (41-42).

d) Sexo público:

En Cien años de soledad las relaciones sexuales no se circunscriben a lo íntimo. Amplio es su espectro social. Y muy importante. A veces adquieren un carácter trágico que –de manera inapelable- se resuelve con sangre. Como ocurre con José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán: ésta, en los comienzos de la relación,  atemorizada de que les naciera un hijo con cola de puerco, utiliza por un lapso de tiempo bastante considerable (año y medio) un “pantalón de castidad”. En el pueblo, la virginidad de Úrsula y la supuesta impotencia del marido, son de público conocimiento. Hasta el día en que Prudencio Aguilar, colérico porque perdió en una riña de gallos con José Arcadio Buendía, le espeta: “A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer” (34). Como se sabe, esas palabras fueron su perdición. El ofendido cura con sangre el ultraje. Muerto Prudencio Aguilar, y recuperado el honor de su hombría, José Arcadio Buendía desvirga a su esposa.

Más adelante, cuando a Macondo llega la compañía bananera y la hojarasca invade todos sus rincones, se escuchará en la Calle de los Turcos el estropicio de las parejas gimiendo de amor, en calurosas hamacas y a la sombra de los almendros. Es una especie de voyerismo colectivo, que se profundiza.

Pues si hay algún personaje que torna la sexualidad erótica en algo público, es José Arcadio. Su descaro no tiene límites. No sólo por la ocasión aquella en la que copula en una carpa con una gitana a la vista de una pareja que retoza cerca de ellos, o por su hábito de rifarse entre las mujeres; sino por su relación con Rebeca.

e) El sexo y la belleza:

Parece ser que la sexualidad y la belleza son conceptos antípodas. Dos ejemplos reafirman tal aseveración: Fernanda del Carpio y Remedios, la bella. Fernanda, pese a su hermosura exorbitante, que trastocó el ánimo de Aureliano Segundo e hizo que la buscara en tierras desconocidas y lejanas, es una mujer lúgubre, imaginativamente cerrada e incapaz de envolver en una pasión abrasante –como sí lo consiguió Petra Cotes- a su esposo. Inhabilitada para los placeres carnales, “Aureliano Segundo sólo encontró en ella un hondo sentimiento de desolación”.

Es, sobre todo, una “dama” que considera el sexo un ejercicio pecaminoso y contrario al espíritu. Una obligación, no un acto de fervor y entrega, de mutua satisfacción. De ahí la escena ridícula del “camisón blanco, largo hasta los tobillos y con mangas hasta los puños, y con un ojal grande y redondo primorosamente ribeteado a la altura del vientre”, con el que espera a su marido antes de hacer el amor; o la de la “golilla de lana” que se ponía luego de hacerlo; o la del “calendario” sexual que llevaba rigurosamente y que sólo dejaba para el deleite del cuerpo (bueno, para ella debía ser tortura) 42 lánguidos días hábiles al año.

Tan pronto pasa la luna de miel con la interiorana, Aureliano Segundo vuelve al fogoso lecho de Petra Cotes. El “amor insípido” de la hermosa y monacal Fernanda no logró conquistar su corazón. Y aquí entra de lleno el fenómeno de la querida, tan común en el machismo latinoamericano. La otra, la concubina, la querida, o la amante, en términos más actualizados. En este caso,  Petra Cotes, la maestra sexual de Aureliano Segundo, la que le había arrebatado su condición de solitario. Un ser, para él, inolvidable.

La de Remedios no es una belleza sensual, es una belleza trágica. No hay que olvidar que “soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento” (P. 274). Su figura es asexual. Incluso, cuando está desnuda frente a los ojos del forastero, no inspira en el lector el más mínimo deseo erótico. El final de Remedios, la bella, no podría ser otro mejor: la ascensión al cielo: ese lugar en donde el sexo no existe. Donde todo lo corpóreo debe ser inocencia.

f) El manoseo y las caricias:

En Cien años de soledad, las caricias ocupan un puesto especial. Pueden ser preludio del acto sexual (no olvidar el de Pilar Ternera con José Arcadio, cuando ésta le toca la zona genital y le dice “qué bárbaro”); el de José Arcadio y Rebeca, cuando éste recorre con sus dedos desde los pies hasta los muslos de la muchacha y luego la desflora); o un ejercicio postamatorio (como sucede con Aureliano y Amaranta Úrsula, quienes “se entregaron a la idolatría de los cuerpos”.

Hay en el libro, “caricias estremecedoras”, “caricias apremiantes”, “manoseos vehementes”, que, sin embargo, no llevan al coito o al orgasmo. Amaranta apacigua sus soledades y sus frustraciones con “caricias agotadoras”. Primero, con Aureliano José y después con José Arcadio. Pero, finalmente, muere con el estigma amargo de la virginidad.

g) Prostitución:

Como burdeles, desfilan la tienda de Catarino, la casa de Pilar Ternera, la casa de las matronas francesas, el burdel ambulante donde estaba Eréndira con “sus teticas de perra”, las hamacas debajo de los almendros en los tiempos del banano y el burdel de las muchachitas que se acostaban por hambre, entre otros. De este último, se narra en la novela: “(…) la discusión terminó en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre, un burdel de mentiras en los arrabales de Macondo. La propietaria era una mamasanta sonriente, atormentada por la manía de abrir y cerrar puertas”.

Del “burdel zoológico” dice: “El aire tenía una densidad ingenua, como si lo acabaran de inventar, y las bellas mulatas que esperaban sin esperanza entre pétalos sangrientos y discos pasados de moda, conocían oficios de amor que el hombre había dejado olvidados en el paraíso terrenal”.

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