Alberto Aranguibel B. | La dominación como cultura (Opinión)

“La desigualdad no sólo es resultado de la distribución dispareja de los medios de producción, sino también es producto de una construcción política y cultural cotidiana, mediante la cual las diferencias se transforman en jerarquías y en acceso asimétrico a todo tipo de recursos”

L. Raygadas

Entre 1817 y 1828, mientras la gran mayoría de los pueblos latinoamericanos luchaban por su independencia, en México avanzaba uno de los despojos más descomunales jamás visto en la historia del continente americano. Con la excusa de una necesidad de naturaleza humanitaria, el gobierno de Estados Unidos de Norteamérica le pedía a la por aquel entonces naciente república federal mexicana un permiso de usufructo provisional de tierras para unas 300 familias anglosajonas, para lo cual solicitaba unas 30.000 hectáreas de territorio en lo que hoy se conoce como el Estado de Texas.

El desconocimiento que esas familias proclamaron posteriormente contra la legítima autoridad del gobierno mexicano, fue el origen de un asalto continuado que a lo largo de más de tres décadas le arrebató a ese país no solo el estado de Texas, sino Alta California y Nuevo México, que comprenden los actuales estados de Nuevo México, Arizona, Colorado, Nevada y California, alcanzando un total de más de 32 millones de kilómetros cuadrados de territorio.

Para poblar aquellos vastos espacios robados a los mexicanos, Estados Unidos inventó en primer lugar la fiebre del oro (el llamado Gold Rush) que movilizó a mediados del siglo XIX a cientos de miles de pobladores de la incipiente nación imperialista a desplazarse hasta aquellos remotos e inhóspitos parajes. Una segunda gran oleada de norteamericanos llegó hasta aquel lejano oeste casi un siglo después con el advenimiento del cine.

Contrario a lo que suele creerse, el cine no se desarrolla en Hollywood porque los terrenos para instalar los gigantescos estudios que se requerían fuesen más baratos, o porque las condiciones climatológicas les resultaran más favorables que en ciudades del este, sino porque los realizadores le huían al gran perseguidor de innovaciones que fue Tomas Alva Edison, quien ya se había hecho famoso no por su capacidad inventiva como ha querido presentarlo siempre la academia norteamericana, sino por su proverbial afán por apropiarse de los grandes inventos que entonces proliferaban en todas partes del mundo, a partir del registro de patentes en el que el falso inventor era todo un potentado. Edison, que había logrado plagiar el invento de George Eastman del arrastre mecánico de celuloide mediante el uso de película perforada, había registrado la patente del cinematógrafo en Nueva York, lo cual limitaba en esa parte del país la posibilidad de realización de filmes tanto de alto como de bajo costo para realizadores independientes e incluso para los nacientes estudios cinematográficos.

Tal circunstancia resultaba propicia para poblar cada vez más densamente un territorio que habiendo sido usurpado ilegítimamente de la forma brutal en que se hizo, ha sido siempre susceptible de restitución a sus propietarios originales en virtud de la precariedad del soporte legal sobre el cual se asienta tan infame despojo. Hasta hoy, lo que aduce los Estados Unidos como razón para el robo a México de más de la mitad de su territorio es una transacción por 15 millones de dólares efectuada en 1848, con los cuales se habría pagado lo que hasta el día de hoy presenta como una “cesión” mercantil de tierras.

Desde la concepción imperialista de los sectores hegemónicos norteamericanos, la ocupación de territorios no ha sido jamás determinada por necesidad alguna que no fuera la de la dominación por la dominación en sí misma, y no por la falta de espacios para el desarrollo de asentamientos poblacionales, de extensiones cultivables o para la instauración de complejos fabriles, como lo demuestra el hecho de contar hoy esa nación con una de las más grandes proporciones de tierras vírgenes, deshabitadas o sin explotación productiva alguna.

Ese gran despojo, llevado a cabo bajo la ley de las armas y del sometimiento económico con las cuales se ha impuesto su dominación a través del tiempo, constituye hoy más de un tercio del territorio estadounidense, sobre el cual se ha desarrollado una sociedad fundada en la filosofía de la supremacía, que lleva al norteamericano común a creer que la única nación civilizada del planeta es Estados Unidos y que el resto del mundo es incultura y barbarie.

De ahí que esa misma industria asentada sobre tierra ancestralmente azteca presente siempre en su producción cinematográfica a México como el estercolero del mundo, a donde van a parar los peores y más despreciables criminales cuando buscan evadir la justicia. A lo largo de todo el contenido mediático hollywoodense, los asesinos, asaltantes de bancos, violadores y prófugos de toda ralea, tienen en México una suerte de templo de la impunidad donde las peores bandas delincuenciales hacen vida libremente en un inconcebible reino de placer y concupiscencia que la arbitrariedad cultural norteamericana ha creado en su discurso imperialista como referencia iconográfica de la perversión.

Un fenómeno clásico de discriminación cultural (asociada a la concepción eurocentrista que prevaleció durante buena parte del siglo XIX y casi todo el siglo XX sobre la definición de cultura como el activo intelectual exclusivo de las élites hegemónicas que eran las llamadas a impulsar la civilización y el progreso frente a los sectores “incultos”, los desposeídos, que desde la óptica burguesa no aportaban nada a la sociedad) a partir del cual Gramsci establecía que la dominación por parte de los sectores dominantes no se ejercía mediante la fuerza de las armas solamente, sino fundamentalmente a través de la sumisión cultural.

Por eso un sujeto como el magnate Donald Trump, dueño entre otras muchas grandes posesiones inmobiliarias y empresariales del más importante certamen de belleza en el mundo como lo es el Miss Universo, es decir, de la comercialización universal del cuerpo de la mujer, revienta de ira cuando un destacado director de cine mexicano sobrepasa con su extraordinario talento a los más grandes de la industria norteamericana del celuloide llevándose no una, ni dos, ni tres, sino cuatro estatuillas del Oscar en la edición 2015 del premio.

Para el imperialismo, la cultura (como cualquier otro producto) debe expandirse en una sola dirección; del imperio hacia el mundo. Jamás a la inversa. Por eso para la élite cultural dominante es perfectamente correcto que los realizadores y actores norteamericanos arrasen con los premios de los festivales cinematográficos del mundo entero. Pero que un extranjero sea premiado en Norteamérica es una intolerable insolencia.

La abominable reacción del excéntrico millonario que acusa hoy a México de estar estafando a los Estados Unidos resulta en principio incongruente con la complacencia que demostró todos estos años con los mexicanos, en particular con la señorita Ximena Navarrete, Miss México y Miss Universo 2010, con quien se regodeó en ágapes infinitos con ocasión de aquel certamen y durante los meses y años subsiguientes. Es evidente que desde su particular óptica el poder de la carne mexicana no compromete la pretendida supremacía gringa en lo cultural.

Pero cuando se analiza su insólita verraquera desde el punto de vista de la doctrina social y política, se comprende que el acaudalado magnate no responde a una apreciación o circunstancia personal en modo alguno sino a un código cultural de profunda y repugnante raigambre imperialista, exactamente en la misma lógica del presidente Obama cuando afirma jactancioso ante el mundo que “A veces tenemos que torcerle un poco el brazo a ciertos países que no quieren hacer lo que les pedimos.”

El debate sobre el derecho a la pluralidad cultural ha estado siempre presente en la sociedad moderna sobre todo a partir de la insurgencia de las grandes corrientes revolucionarias que desde finales del siglo XVIII han promovido la inclusión y la igualdad social de los pueblos. Solo que hoy, en medio de la vorágine desatada por las más siniestras fuerzas hegemónicas del mundo actual, hay voces que a veces sobresalen con mayor crudeza de entre la pestilencia común de la voracidad imperialista. La de Donald Trump es solo una de ellas.

T/ Alberto Aranguibel B.