La metáfora es perfecta: la diminuta, chiquitica industria del cine latinoamericano, vence las limitaciones de su pequeña estatura, se afianza en sus valores y en su voluntad de ser noble, generosa y edificante, para superar adversidades y al final, como en toda buena historia dirigida a la inocencia de la infancia, ofrendar el mensaje de la victoria del bien sobre el mal, de la sabiduría popular por encima de la arrogancia de los poderosos.
Se llama Meñique y es la película que para estos días reta al gran cine comercial que señorea nuestras carteleras, ese gigantón que a punta de cotufas, gaseosas y antivalores, emboba a nuestras niñas y nuestros niños y los pone a desear parecerse a cualquier cosa, menos a lo que realmente somos. Alienación pura, simple y descarada.
Y no podía ser otro que José Martí, el autor de Ismaelillo y La Edad de Oro, con el mismo arrojo y valentía con que se enfrentó al monstruo imperial desde sus entrañas, quien con la espada de su pluma, se atreve a retar la taquilla manejada a su antojo por las distribuidoras cinematográficas, esas empresas que seleccionan las películas que sus hijos y los míos verán en las salas de esos templos del consumo llamados centros comerciales.
Hace varios años llevé a escena con «El Chichón» una de las tantas versiones teatrales que se han hecho de esta deliciosa aventura y le puedo asegurar a usted, mamá o papá que me lee, que su hija o hijo descubrirá, no solo otro cine, otro lenguaje, otro discurso, otra estética; sino -quizás lo más importante-otra forma de ver la vida… ¡otro mundo posible!