Un desaparecido era una persona detenida por organismos de seguridad. Negaban la detención. Decían se fugó, podían asesinarlo y ocultar sus restos. A veces los lanzaban ya fallecidos, o con vida desde helicópteros.
Estuve en cinco prisiones, en una de ellas cuando pensé que eran mis últimos días hice una flor en el friso de la pared para mi hija Mariana, eso no aparece en “Postales de Leningrado”, su película que recoge algo de aquellos tiempos.
Más que los golpes, dolía mirar cómo esos hombres se degradaban hasta el fondo, golpeando a quienes estábamos amarrados. Es lamentable que alguien recorra ese camino, quizás el peor castigo anda en sus conciencias.
Esos no eran actos individuales. Ese desprecio por la vida de los adversarios; era una política de Estado. Los jerarcas del Gobierno y de AD y Copei sabían lo que ocurría en los calabozos de aquella democracia.
José Vicente Rangel encarnó el honor y la valentía nacional en esos días. Lo hacía por conciencia no cumpliendo con un cargo.
Por él, al final, el Fiscal de la República escribió a mi abuela el 28 de febrero de 1967 que averiguaría con el Ministerio de Defensa, dónde me encontraba.
Ya el 10 de agosto de 1966, ese Fiscal decía también a mi cuñada Irma Paris de Daza que pediría a Defensa esclarecimiento sobre la muerte de su esposo, mi hermano Iván.
El gobierno del presidente Hugo Chávez es política y éticamente distinto.
Hoy la falta no es la desaparición. Puede ser la desidia, la mala atención al público o retardos en la aplicación de las normas. Debe haber, también, una justicia perfecta.