Notas sobre el laberinto político colombiano

Colombia vive el preludio a las elecciones generales en las que se renovarán, entre miles de cargos, los de presidente y vicepresidente por un período de cuatro años, y se celebrarán el 29 de mayo. Para que una de las fórmulas gane deberá obtener la mitad más uno del total de los votos; de no ser así se realizará una segunda vuelta, o balotaje, el 19 de junio entre los dos candidatos con más sufragios.

El 2021 fue otro año sangriento para el vecino país con balance de 96 masacres registradas por Indepaz, asimismo decenas de líderes comunitarios y exguerrilleros fueron asesinados. La misma ONG registró 2.005 detenciones arbitrarias y 79 muertos durante el Paro Nacional iniciado el 28 de abril contra el proyecto de reforma tributaria.

La polarización política y social es evidente, en medio de ella están las clases trabajadoras a la deriva de una crisis de sentido, que no es solo colombiana, pero que ha afectado a su clase política en una coyuntura en la que cada falla vale numerosas vidas.

En este 2022, además de lograr el campeonato de la Serie del Caribe de Béisbol, Colombia pudiera tener unas elecciones con resultados inéditos.

La izquierda colombiana en su laberinto

Desde hace décadas, incluso luego del referéndum de 2016 sobre el acuerdo de paz entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), los sectores que hacen vida en torno a la izquierda colombiana han vivido en referencia a la guerra civil que ha involucrado varios grupos armados. A ello se ha contrapuesto una constelación de actores vinculados a la derecha (o «gente de bien») que proponen una solución armada o de mano fuerte. El llamado «uribismo» despunta como vértice más característico.

Buscando esquivar el señalamiento permanente de la polarización como un estigma mediático, varias plataformas políticas han abandonado cualquier propósito expreso de «hacer la revolución» o «caminar hacia el socialismo» como lo analizara Edwin Cruz Rodríguez en 2016. El asunto se agudiza cuando, vía redes sociales, los ejércitos de bots llaman «mamerto» a todo discurso que contenga conceptos como «clases sociales», «explotación», «burguesía» o «proletariado», de allí que el discurso izquierdista haya migrado a otras nociones impregnadas de democracia, ciudadanía, respeto por las diferencias, entre otras.

Analistas han descrito una historia de aversión o antipatía a las ideas de la izquierda en Colombia tanto entre las élites como en una parte importante de las clases trabajadoras. Los motivos son múltiples y se solapan, pero emergen de la guerra y sus miles de muertes, su efecto en el desarrollo de la política, en la evolución de la economía, la distribución de la población y hasta los valores culturales de la gente.

En el devenir histórico, la confrontación pasó por diálogos que llevaron a puntos cumbre como la Constitución de 1991, exterminios como el «baile rojo» que extinguió a la Unión Patriótica o el devastador Plan Colombia basado en la Doctrina de Seguridad Nacional, llamada «Seguridad Democrática» por Álvaro Uribe Vélez y Juan Manuel Santos. De allí derivó el diagnóstico actual del sector en el que cada organización se autoasume como más izquierdista que las demás, a ello le sigue la superioridad moral o intelectual como estandarte de cada secta que es vista por las otras como «enemigo». Las contradicciones entre los discursos y la praxis, sobre todo las alianzas «tácticas», han hecho evaporar muchas de las simpatías o la confianza del electorado.

Los sectores de izquierda política mantienen relaciones elásticas con los movimientos populares en las que la articulación de las agendas de lucha social con los objetivos electorales ha sido líquida. Mientras tanto miles de dirigentes sociales y políticos han sido asesinados, desaparecidos, criminalizados y amenazados, lo que aumenta los niveles de proscripción de cualquier sector que haga vida fuera de la narrativa neoliberal.

El descontento popular que se fue agudizando en la primera década del presente siglo detonó en 2010 y siguió con huelgas universitarias en 2011 y paros agrarios en 2013, indignación que se mantuvo intacta durante las revueltas de 2019 y de 2021. Otros puntos de inflexión como la Cumbre Agraria o las iniciativas a favor de la paz dieron impulso a procesos más compactos de movilización y agitación popular en los que el esfuerzo de los movimientos contrastó con la dispersión de las identidades y memorias acumuladas en el Polo Democrático.

Dicha coalición de organizaciones fue tibia en acompañar a la Marcha Patriótica por sus supuestos vínculos con la insurgencia armada y expulsó al Partido Comunista por «doble militancia», aun cuando calló frente a la corrupción de Samuel Moreno durante su gestión en la Alcaldía en Bogotá (2008-2011). La desarticulación entre la lucha social y el discurso político tampoco permitió aprovechar la división entre Uribe y Santos ni generar proyectos políticos coherentes que contrarrestaran la arremetida neoliberal de las élites económicas.

¿Es el centro político un espejismo?

Coincidir organizativamente ha rendido frutos para el sector de izquierda colombiano, así lo experimentó en la iniciativa del Frente Social y Político, en el Polo Democrático Independiente y en el Alternativo. De alguna manera lograron enfrentar la estigmatización cultivada en una década de «seguridad democrática» que criminalizó y reprimió toda expresión de izquierda bajo la etiqueta de «terrorismo». Ante ello el campo de izquierda respondió con movilizaciones por la paz y el acompañamiento de los diálogos y negociaciones entre el Estado y las FARC, lo que permitió mostrar otras facetas tanto discursivas como prácticas.

El precio por pagar ante la «derechización» de la cultura política colombiana ha sido la migración de muchas formaciones políticas hacia el llamado «centro político». Ello llevó al exalcalde de Bogotá (2012-2015), Gustavo Petro, a una segunda vuelta en las elecciones presidenciales de 2018 como única oposición al uribismo y ayudó a que la izquierda consiguiera sus mejores votaciones históricas desde 2002, y pudo influir en los 13 millones de votantes que participaron en la Consulta Anticorrupción.

Debido a que la polarización se ha impuesto como violencia y no como debate y a la histórica crueldad de la oligarquía colombiana, amplios sectores de la población han optado por renunciar a esta. De esta manera el llamado «centro» se ha constituido en el espacio de «militancia política» de la clase media y el debate, núcleo fundamental de la lucha política, ha sido sustituido por la «armonía».

De esta manera la conflictividad social, asumida como destrucción del otro, estableció que la polarización era mala, que el objetivo fundamental de las clases medias es estar fuera de ella y que eso es democracia.

El imaginario de que en neoliberalismo todos llegaremos a ser clase media se encuentra en la encrucijada más perversa debido a que la promesa de éxito individual y emprendimiento se está agotando y, cuando llega, lo hace lento. Como dice el historiador Ricardo López en una entrevista a El Espectador: «Con ello fracasa la creencia de que cohesión social, democracia y mesura política y clase media van de la mano». Agrega López que «la promesa de éxito individual y emprendimiento no se ha materializado y reproducen formas de explotación».

El llamado «centro político», posición ideológica moderada que se pretende intermedia o equidistante en relación con los polos de izquierda y de derecha, se afianza en una clase media derivada de un modelo de democracia sostenido en la ideología del libre mercado, la desigualdad económica y las jerarquías de género en el mundo laboral. Quizás el mito de que hay neutralidad en esa clase abre el camino de ascenso a «una forma de hacer política y una sociedad profundamente antidemocrática» que legitima la violencia estructural o fáctica en nombre de la «paz».

Los partidos de centro conforman la centro-izquierda y la centro-derecha según su cercanía a alguno de las dos, según Armando Estrada Villa, «ganan protagonismo en épocas de crisis institucionales, fuertes enfrentamientos sociales o en casos de confrontación aguda de los dos extremos políticos, cuando soluciones radicales no tienen ninguna viabilidad».

López por su parte agrega que «con la idea de que, al mantenerse como clases medias, están manteniendo la democracia, pueden ir incluso en contra del partido político que creó las condiciones materiales para que se convirtieran en clase media». Esto se ha visto en Ecuador, Brasil, Argentina y Bolivia.

Ante la próxima competencia electoral, con una aglomeración de candidatos de «centro» como Sergio Fajardo, Alejandro Gaviria, Ingrid Betancur y Jorge Robledo, surge la duda respeto a si el electorado «centrista» de Petro asume que ya no hay clases o conflicto de clases, sobre todo porque en su discurso se critica la desigualdad social y las demandas o reclamos sociales.

Es posible que la agudización de esas desigualdades y demandas a causa de la pandemia le ayuden a no tener que explicar mucho. Ya las manifestaciones contra la Reforma Tributaria demostraron que la supuesta equidistancia de estas clases ante el saqueo neoliberal no es tanta, su relación con el Estado es ayudar a su reconfiguración para responder a los intereses de las élites, pero el desbalance fue mayor en la propuesta diseñada.

¿Cuál será el camino de Petro?

Los sondeos estadísticos sitúan como amplio favorito al economista y exguerrillero, quien integra la coalición centro-izquierdista Pacto Histórico y tendió su mano a la «centrista» Coalición Centro Esperanza para trabajar juntos en una sola propuesta de unidad y desalojar al «neoliberalismo uribista». El precandidato declaró que «el objetivo es ganar en primera vuelta, sin caer en soberbias» y que se trata de «reducir» los «miedos innecesarios» que se han creado alrededor de su figura, toda vez que encarna un sector político que nunca antes ha gobernado el país.

El investigador social y director de la organización Somos Ciudadanos, Felipe Pineda Ruiz, explicó a Página/12 que «parte de la actual estrategia de campaña de Petro gravita alrededor de convencer a personas de las clases medias de las ciudades principales e intermedias del país, de moderar su discurso en materia económica, en deslindarse de cualquier relación con Venezuela, en defender el proceso de paz con las FARC y los eventuales diálogos con la guerrilla del ELN», agregando que moderó su propuesta hacia los latifundistas, además de seguir cultivando la relación que ha establecido desde hace 15 años con el Partido Demócrata de Estados Unidos para intentar ampliar su base de votantes.

Se trata de un aglutinador popular que abraza el liberalismo inspirado en la figura de Jorge Eliécer Gaitán, quien avanzaba hacia el triunfo electoral a la cabeza de un movimiento anti-oligárquico y transformador antes de ser asesinado en Bogotá en 1948. No se alió con ninguno de los representantes de la casta dominante pero, creyendo que iban a respetar la «institucionalidad democrática», fue traicionado por esas élites que siguen gobernando y asesinando a mansalva.

Petro busca unificar a las clases trabajadoras para resolver, desde la reforma del Estado, las profundas diferencias generadas por la oligarquía. Recientemente respondió al presidente venezolano Nicolás Maduro ante los señalamientos de «izquierda cobarde» que hiciera el mandatario a políticos colombianos que repiten los señalamientos de Duque y Uribe en su contra. Como es menester, las críticas de Petro al modelo bolivariano se enfocan en la dependencia petrolera venezolana, con ellas busca zafarse de las acusaciones de «castrochavista» realizadas por sus detractores y sus medios aliados.

En lo programático, sus iniciativas giran alrededor de activar la industrialización del aparato productivo y la transformación de la matriz energética mediante el reemplazo de las fuentes de energía de origen fósil por fuentes de energía renovables (eólica, solar, hidrógeno, geotérmica, etc.).

El también senador celebró el triunfo de Gabriel Boric en las presidenciales chilenas manifestando que espera «un cambio de era en América Latina en muchos sentidos, sobre todo en la superación de un sistema que ha gobernado permanentemente en regiones como Chile y Colombia como es el neoliberalismo».

Sus críticas al modelo agroexportador causan disrupción en la ya mencionada tensión entre Uribe y Santos, que refleja una disputa intraoligárquica, sin embargo están lejos de reales soluciones que alejen a Colombia de la crisis del capitalismo periférico expresada, en parte, por la quiebra del modelo extractivista, que incluye al petróleo pero también a otros commodities agrícolas y mineros.

Sin embargo, las propuestas de Petro rozan con el capitalismo verde cuyo edicto fundante es el Nuevo Pacto Verde (o Green New Deal) que no es más que una huida hacia adelante por parte de las corporaciones hacia una mayor complejidad de las tecnologías, mayor dependencia de la minería y emisiones, más extractivismo para intentar cubrir con renovables el nivel de consumo actual y, sobre todo, sostener la fe ciega en el crecimiento económico infinito que implicará, tarde o temprano, un rápido agotamiento de los combustibles y de los minerales, y el ya usual aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Cuando se trata del consumo o quema de combustibles no se trata de un «nosotros» sino de unas élites explotando a las mayorías (incluidas las clases medias) mediante la «ilusión de riqueza». El discurso de Petro delata su incapacidad para denunciar que la riqueza es el motor de la destrucción ecológica, antes prefiere disparar al aire con medidas simbólicas como las energías renovables que suplantan los llamamientos a un cambio sistémico significativo.

Sin embargo, el enfoque agrícola de Petro se orienta hacia el reparto y cultivo de tierras, tomando en cuenta que tres mil personas tienen el 80 % de la tierra fértil del país: «Una de las desigualdades más grandes que existen porque no se producen, ningún país comete el error de volver potrero (dedicarlo al ganado) sus tierras fértiles, es por eso que no nos podemos industrializar», dijo.

El Peligro del monstruo herido

El uribismo se encuentra en una crisis terminal por razones intrínsecas y otras no tanto, como parte de la clase política opera en favor de grupos económicos que hacen parte de la oligarquía financiera global, son esencialmente transnacionalizados y sin mayores intereses que hacer de la nación colombiana un espacio de saqueo permanente.

El manejo de la pandemia y la crisis del capitalismo en pleno hervor ha impactado a la población, por lo que la popularidad de Iván Duque sigue en caída, con apenas el 21 % de apoyo y casi 70 % de desaprobación. En todas las regiones del país el desempeño del gobernante es mal calificado, incluso en zonas donde obtuvo caudales inmensos de votos en 2018 para llegar al poder.

Para contener las reacciones populares Duque aprobó una Ley de Seguridad que es señalada por la oposición como violatoria del derecho a la vida, el instrumento legal criminalizaría las protestas, legalizaría el paramilitarismo urbano y permitiría disparar legalmente a jóvenes e indígenas como ya ocurrió hace casi un año en algunas ciudades colombianas durante el Paro Nacional.

Por otra parte, las giras de Uribe por las ciudades del interior colombiano han generado insultos por parte de sectores populares que rechazan públicamente su vinculación a la violencia paramilitar y al ineficiente Gobierno de Duque. El expresidente ha buscado aumentar la polarización mediante la provocación callejera disfrazada de «contacto social» mientras ha publicado en sus redes sociales una lista de insultos en contra de Petro.

Con respecto a Venezuela, Duque ha recurrido a la agresión velada mediante la agudización de la guerra entre grupos armados en la cual las Fuerzas Militares colombianas operan en función de que tal conflicto desestabilice a Venezuela. Hasta donde ha podido ha desintegrado el Acuerdo de Paz, lo que ha redundado en cifras lamentables de desplazamientos, masacres y asesinatos tanto a dirigentes sociales como a firmantes del Acuerdo.

El declive del uribismo no implica necesariamente su desaparición del espectro político, sus contradicciones internas como las evidenciadas en el audio filtrado a María Fernanda Cabal aparentan la emergencia de sectores radicalizados actuando de manera más desesperada, lo que pudiera intensificar la violencia paramilitar en los territorios donde ejercen su tradicional hegemonía tanto cultural como política y la ponen en práctica en fechas electorales.

La defensa a ultranza del individualismo, mediante la ilusión de riqueza, a las clases medias será el motor del uribismo y a Petro le queda la pregunta respecto a la organización social a la que recurriría en caso de ganar. La paramilitarización en una sociedad lanzada al «centrismo» pudiera ser uno de los retos más complejos que enfrentaría su eventual gobierno, todo desde un ascenso del fascismo disfrazado de «lado correcto» que valida la equidistancia, la búsqueda de la paz sin justicia y la misoginia disfrazada de «defensa de la familia».

Queda en el aire la pregunta de López: ¿Qué clase de democracia quiere el centro, o aquellos que dicen no estar en la izquierda ni en la derecha? A la izquierda le tocaría identificar cuáles son los retos reales de aquel país convulso. No es una tarea fácil, menos cuando la presión mediática siempre pondrá la atención en otro lado para que se desperdicie tiempo.

T/ Eder Peña-Misión Verdad
F/ Misión Verdad