
“Nosotros puede ser que especulemos, pero damos fuentes de empleo”
Guillermo Zuloaga
Uno de los grandes mitos del modelo de democracia representativa, en la que se sustenta el capitalismo, es el que presenta al gobernante (y no al sistema) como el factor que determina en sí mismo la dinámica económica en el Estado.
La idea que el capitalismo necesita instaurar en la sociedad es que si se cambia al gobernante, pero no el modelo económico, social y político, se abrirá siempre para el pueblo un nuevo tiempo de prosperidad y progreso que hará innecesario transformar el sistema y con ello se evitará el riesgo de fracasar en experimentos, que siempre son presentados como peligrosos. De acuerdo con eso, con votar cada cinco o seis años será más que suficiente para oxigenar la economía e insuflar una efímera dosis de esperanza y optimismo a la población.
Pero en realidad el actor económico determinante en la democracia de hoy no es el gobernante, sino el dueño del capital. Es él quien determina a su buen saber y entender no solo el funcionamiento del sector privado en los ámbitos de la producción, el comercio y el sector financiero, sino que incide en las políticas públicas de toda índole, ya sea a través de la adquisición de bonos de la Nación, de la venta de sus servicios al Estado o del control indirecto que ejerce mediante el pago de comisiones para obtener contratos, que en el mundo capitalista es toda una industria de primer orden, gracias a lo cual se generan los altos índices de corrupción que proliferan a lo largo y ancho de todas las administraciones públicas del mundo.
La especulación es la base de ese modelo que solo piensa en el beneficio del capitalista, a la vez que menosprecia cualquier opción de bienestar común para la sociedad que no sea la que surja de la iniciativa privada en forma de costosa mercancía, y que genere para el empresario la correspondiente tasa de ganancia.
De esa estirpe de usureros doctrinarios es el inefable prófugo de la justicia venezolana Guillermo Zuloaga, de quien seguramente mucha gente no quiere (o no le interesa) acordarse pero que a nosotros nos corresponde la obligación de mencionar aquí como aporte a las conversaciones de diálogo que centran hoy la atención de las venezolanas y los venezolanos en relación con la crisis política por la que atraviesa el país.
Resulta indispensable mencionarlo porque ningún proceso de diálogo puede aspirar al ansiado logro de la paz si no revisa detenida y ordenadamente la cronología de los acontecimientos sociales, económicos y políticos reales que preceden o que conducen a la crisis que se pretende superar, así como el comportamiento particular de sus protagonistas.
Desde el arribo mismo del presidente Nicolás Maduro a la jefatura del Estado en abril de 2013, la derecha ha argumentado que los desequilibrios y distorsiones que desde entonces comenzó a experimentar la economía nacional eran “el resultado de políticas erradas del Gobierno revolucionario”, tal como lo han sostenido persistentemente la cúpula empresarial, los sectores políticos de la derecha y los medios de comunicación privados, tanto en sus líneas editoriales como en los espacios noticiosos y de opinión, en un obsesivo intento por menoscabar la capacidad del Primer Mandatario en el manejo de la Administración Pública.
Con el fallecimiento del comandante Hugo Chávez la derecha venezolana asumió arbitrariamente que “terminaba una etapa dictatorial” y que se iniciaba un proceso de recuperación del control de la economía que desde siempre había ejercido el sector privado antes de la llegada de la Revolución Bolivariana. De ahí la ola especulativa que casi de inmediato se desató en todo el estamento comercial del país. Los exorbitantes aumentos de hasta el 17.000% que llegaron a ser detectados por los organismos del Estado en los precios de muchos productos, eran irresponsablemente justificados por los empresarios como el supuesto resultado de una devaluación de apenas un 42% decretado a principios de 2013 por el Gobierno Nacional solicitada expresamente por el mismo sector empresarial desde hacía meses.
La acción económica del Gobierno en ese momento fue la de obligar a algunos comercios a vender aquellos productos que eran objeto de trato preferencial en la asignación de divisas a los precios justos en los que debían ser vendidos al público. A esa acción se le conoció como “el dakazo”, nombre con el cual empezó la guerra de difamaciones contra el presidente Maduro, acusándosele de “incitación a la anarquía y al saqueo de negocios”.
Pero la vorágine usurera no nació en ese momento, sino mucho antes. Y no por causa de medida económica alguna tomada por el Ejecutivo, sino por la voracidad de un sector privado insaciable, habituado a la apropiación de la renta petrolera desde hace casi un siglo.
En 2009, precisamente el primer año de la crisis mundial del capitalismo, que se extiende hasta nuestros días y que en Estados Unidos hizo estragos, principalmente en los sectores financiero y automotriz de esa nación, las empresas ensambladoras de vehículos en Venezuela emprendían una carrera desbocada por hacerse del único mercado de ese ramo en ascenso en el continente, que gracias a las políticas sociales revolucionarias estaba incrementando la venta de vehículos en el orden del 300%, pasando a lo largo de ese periodo de un promedio histórico de 115 mil ventas al año a cerca de 300 mil, entre importados y ensamblados en el país.
Guillermo Zuloaga fue encontrado en junio de ese mismo año incurso en el delito de acaparamiento de vehículos, que se importaban con divisas preferenciales otorgadas por el Estado, y que el empresario adquiría, gracias al privilegio del que gozaba como propietario de varias agencias concesionarias, al precio justo al que estaban tasados por el Gobierno, para revenderlos luego a precios especulativos de hasta tres o cuatro veces por encima del precio real de venta.
Nacía así, hace más de siete años, en el seno mismo de la oligarquía criolla y bajo la estricta filosofía del más salvaje neoliberalismo, el concepto de «bachaqueo» que prolifera hoy en todo el país como factor determinante de la escasez que padece principalmente la población de bajos recursos.
El esquema de ese siniestro mecanismo, que disparó en Venezuela la inaudita modalidad de mercado de carros de segunda mano que eran varias veces más costosos que los de agencia, expandió su virus inflacionario hacia las ventas de repuestos, luego a los talleres mecánicos, de ahí a las compañías aseguradoras, y después al país entero como una fórmula de enriquecimiento fácil que contaminó a la sociedad y que llegó hasta el raspado de cupos masivos de tarjetas de crédito en el exterior, el contrabando de extracción, la triangulación de facturación en las importaciones en Panamá y finalmente a la economía toda.
María Corina Machado, casualmente (?) sobrina del empresario Zuloaga, hablaba en 2012 de «Capitalismo Popular» como el modelo económico que ella le ofrecía al país y que consistía exactamente en el principio de la búsqueda del bienestar y el progreso a partir de la lógica del libre mercado en el que solo los más astutos y adinerados sobreviven y en el que los pobres son cada vez más pobres.
El dilema real a dilucidar en la mesa de diálogo entre la oposición y el Gobierno es si el país retrograda a ese escenario de exclusión en el que los productos existían en grandes cantidades porque la mayoría de la población no tenía jamás capacidad económica para adquirirlos (como pasa en general en el mundo capitalista) o si se aúnan esfuerzos entre todos los sectores por tratar de recuperar la senda de la justicia social que Venezuela comenzó a transitar por primera vez en su historia con la llegada de la Revolución Bolivariana.
Para ello hay que ser verdaderamente responsables, y colocar en su justo lugar (más allá del fraseo demagógico de campaña que hoy signa el discurso político en el país) a quienes han quedado en evidencia como los verdaderos gestores de una crisis que no existió nunca a todo lo largo del proceso revolucionario hasta tanto no actuaron ellos con sus prácticas usureras de asalto al bolsillo de los venezolanos para tratar de compensar la pérdida que les representa la caída del ingreso petrolero, del cual vivieron desde siempre.
Guillermo Zuloaga es quizás el más emblemático de ese lote, pero la lista es larga. Todos están en las filas de la oposición y por lo general viven en Miami.
No habrá diálogo que prospere si no se ponen con honestidad estas cartas sobre la mesa.