Por Alberto Aranguibel B.|Hollywood: el acusado dedo que hoy acusa (Temática)

Sin llegar a ser una denuncia ni siquiera medianamente elaborada contra el macartismo que azotó durante más de una década a la sociedad estadounidense en los albores de la Guerra Fría, El Testaferro (The Front, Martin Ritt, 1976) es sin embargo uno de los testimonios más fehacientes de la crudeza con la que el anticomunismo arremetió contra los derechos civiles en ese país, en particular en la industria del cine y la televisión, a través de una de las más brutales “cacería de brujas” que la humanidad haya conocido desde los inicios de la llamada Era Moderna.

En la película, protagonizada por Woody Allen en uno de sus inusuales trabajos cinematográficos en los que no interviene ni como director ni como guionista, se trata en clave de humor (a veces negro) el fenómeno de la razia anticomunista desatada contra los trabajadores, escritores, directores y actores del cine norteamericano que fueron víctimas de acusaciones de supuestas prácticas antiestadounidenses, las más de las veces infundadas y falsas, que acabaron con la carrera (y hasta con la vida en muchos casos) de cientos de personas ligadas de una u otra forma al espectáculo en esa nación.

No hubo a lo largo de todo aquel nefasto periodo artista alguno que no fuese presa del terror que se esparció por todo Hollywood con aquella brutal persecución a la que se deben obras como Las brujas de Salem, de Arthur Miller, y la propia El Testaferro de Ritt, entre muchas otras, en las que se pone de relieve el carácter violatorio de todo derecho humano que comprenden tales prácticas condenatorias, que no respetan el principio fundamental de las leyes según el cual “nadie es culpable hasta tanto no se le compruebe su culpabilidad”, o que utilicen como “prueba” la confesión que surge de la tortura o de la simple presunción del delito.

Charles Chaplin fue víctima de esa irracionalidad. En sus memorias cuenta cómo, antes de decidir autoexiliarse de por vida de ese país precisamente por el horror del macartismo, fue interpelado de manera insolente por funcionarios del Departamento de Inmigración de EEUU, quienes en medio de un sinfín de preguntas descabelladas y ridículas le preguntaban incluso acerca de su vida sexual como elemento indagatorio.

Con el macartismo, los artistas de Hollywood fueron objeto del más vergonzoso acto de injusticia y de infamia que una sociedad pueda soportar, porque además del vejamen al que eran sometidos en su gran mayoría, estaba el bochorno de la cobardía que dejaban al descubierto quienes aceptaban convalidar con su silencio los atropellos de los que sus colegas eran víctimas, o peor aún, de la inmoralidad que significaba delatar a alguien para salvarse de caer en las listas negras de la fascista política del Estado norteamericano, o simplemente para regodearse en el más ruin conservadurismo, tal como lo hicieron de manera impúdica Gary Cooper, Ronald Reagan, Walt Disney, Cecil B. DeMille y Robert Taylor, entre otros.

Obras como Robin Hood y Espartaco, formaron parte de los más de 30.000 libros e historias que fueron prohibidos arbitrariamente por la Comisión de Actividades Antinorteamericanas del Congreso estadounidense, cuyo delirante anticomunismo le llevó a incluir en la lista de organismos censurados nada más y nada menos que a la Asociación de Consumidores de Estados Unidos, por su intensa labor contra los productos de mala calidad que se fabricaban en ese país, lo cual era considerado por McCarthy como una aviesa operación desestabilizadora orquestada por los soviéticos.

Pero no pasó mucho tiempo para que las Fuerzas Armadas de ese país (el Pentágono) se percataran de la equivocación que estaba cometiendo el sector político norteamericano (el Congreso), que mediante su insensata y delirante cacería de brujas colocaba como enemigo al más poderoso instrumento de propaganda existente sobre la Tierra.

En Estados Unidos, el poder de los medios de comunicación, particularmente el cine y la televisión, está en manos de los mismos dueños del poder de fuego del ejército, es decir, de la industria bélica que se alimenta de las guerras.

Fue desde el Pentágono desde donde se le puso freno a los desmanes del desquiciado McCarthy y de su Comisión de Actividades Antinorteamericanas, y desde donde se rescató el carácter de promotor de la guerra que el ejército necesitaba para dar cumplimiento al ideario de democracia neoliberal tutelada que el imperio se propone instaurar en el planeta.

Desde entonces el cine estadounidense ha estado eminentemente al servicio de la propaganda proimperialista que presenta a Estados Unidos como rector de ese modelo de sociedad, en donde, a diferencia de lo que planteaba McCarthy, el enemigo se encuentra fuera de sus fronteras, a lo largo y ancho del planeta, y no dentro de ellas, razón por la cual no debiera importar jamás a ningún estadounidense si su presidente es blanco o es negro, si es republicano o demócrata, o si es político o empresario, siempre y cuando sea norteamericano y profese lealtad a la Constitución y al ideario de sus Padres Fundacionales.

Por eso la confrontación que las corporaciones mediáticas de Estados Unidos han desatado contra el presidente electo Donald Trump, incluso desde la fase de precampaña electoral, es absolutamente lógica.

En un acto de verdadera destemplanza y sin ninguna ilación ni coherencia con el tono del evento, la actriz Meryl Streep tuvo a bien soltarse durante la entrega de los premios Globo de Oro, que otorga la Asociación de Periodistas Extranjeros en Hollywood, una andanada contra Trump, acusándolo de burlarse en algún momento de un periodista discapacitado, lo cual fue considerado por la prensa mundial como el inicio de una batalla entre la meca del cine y el nuevo mandatario.

“Fue en ese momento, cuando la persona que, aspirando al sillón más respetado de nuestro país, imitó a un periodista discapacitado. Alguien a quien supera en privilegios, poder y capacidad de defenderse. Cuando vi eso fue como si se me rompiera el corazón. Todavía no puedo sacármelo de la cabeza porque no sucedió en una película, sino en la vida real”, decía la actriz en aquel momento, sin mencionar de ninguna manera cuál fue su reacción hace cinco años cuando la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton (candidata que Streep apoyaba en la recién concluida contienda electoral en EEUU) soltaba en un programa de televisión transmitido al mundo entero una histérica carcajada por la muerte de Muammar Gaddafi a manos de rebeldes libios por ella financiados.

Siendo los dueños de los medios los mismos dueños de las guerras, era lógico que su candidato (o candidata) ideal sería aquel (o aquella) que les ofreciera las mejores perspectivas para la consolidación y evolución de su negocio. Por eso jamás apostaron al candidato, Trump, que prometía revisar el tema del intervencionismo norteamericano en el mundo, sino más bien a la que desde siempre ha dado pruebas de su lealtad al modelo belicista que ella misma, Clinton, ha promovido más que nadie en ese país a lo largo de los últimos 20 años.

A Hollywood no le importa en lo más mínimo quedar hoy al descubierto como inquisidores, ni siquiera a pesar de la historia de persecución anticomunista de la que fue objeto con el macartismo. La dignidad no es un rasgo que defina a la industria con la que se engaña a diario a la humanidad con la idea del supuesto bienestar que le aseguraría al mundo el capitalismo.

La acusación de Streep contra el magnate-presidente, fundamentada en los rumores de supuesta alianza entre Trump y el presidente de Rusia, Vladimir Putin, difundidos por los mismos medios de comunicación sin pruebas ni sustento alguno, tiene exactamente el mismo carácter, ya ni siquiera del macartismo (que sería suficiente para avergonzarla) sino de “Las endemoniadas de Loudun”, aquellas monjas ursulinas que en 1634 hicieron incinerar en la hoguera pública al noroeste de Francia al inefable cura Urbano Grandier, cuya fama de sacerdote bonchón le granjeó el desprecio de la beatería del pueblo, pero que de ninguna manera era brujo ni ni mucho menos partidario de Satán como las perversas monjitas le dijeron al mundo en venganza por la negativa del buen cura a ser su confesor y, por ende, cómplice de las vagabunderías a las que las inquietas seguramente se prestaban a lo interno del convento.

Si, tal como afirma la actriz en su inconexa perorata de rebuscada rebeldía, el propósito de Hollywood es “tomar el corazón roto y convertirlo en arte”, entonces es fácil colidir que lo que se avecina desde el poder mediático estadounidense con el mandato de Donald Trump no es precisamente una lucha por la profundización de una verdadera libertad y una más auténtica democracia, sino un nuevo aluvión de intolerancia propagandística del cine y la televisión del imperio en la búsqueda de recuperar y hacer cada vez más anchuroso y rentable el camino de la guerra que la Clinton ofrecía.

@SoyAranguibel