¿Por qué Colombia conspira contra Venezuela?

OPINIÓN

POR: ALBERTO ARANGUIBEL B.

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Demasiado persistente en los medios de comunicación y en la opinión pública en general la pregunta sobre el papel de Colombia en todas las acciones de desestabilización y conjuras golpistas llevadas a cabo desde ese país contra Venezuela en los últimos años.

En un evidente intento por tratar de acorralar con ella al presidente Nicolás Maduro los periodistas extranjeros, muy particularmente los corresponsales de medios colombianos, conminan insistentemente al Mandatario a que diga si tiene pruebas de un fenómeno que ha estado a la vista con total claridad en la infinidad de testimonios de los propios conspiradores, así como en la extensa documentación fehaciente presentada por el Gobierno en sus permanentes ruedas de prensa para informar al respecto.

La respuesta, pues, no necesita de complejos sistemas de inteligencia militar o policial, ni de profundos análisis científicos para llegar a conclusiones que dejen claramente al descubierto la proverbial vocación antivenezolanista del poder político colombiano, casi desde nuestros orígenes como República.

No pueden dejarse de lado en una explicación al respecto las causas que privan en la mentalidad oligarca de la élite del poder en el hermano país, en sí mismas condicionantes incontrovertibles en un proceso de larga data que se remonta a los tiempos del conflicto entre neogranadinos por el carácter realista de unos y el independentista de otros, pero que no cedieron en ningún caso el ampuloso estatus que les otorgaba su condición de Virreinato frente a lo que para ellos era el vulgar mantuanaje de la entonces Capitanía General de Venezuela.

Que un liderazgo tan trascendental como el de Simón Bolívar haya convertido desde nuestros orígenes a nuestro país en referente latinoamericano, jamás ha sido del agrado de esa élite arrogante y prepotente que ha gobernado siempre a Colombia. El arribo del comandante Hugo Chávez a la escena policía, con su propuesta de justicia e igualdad social no solo para Venezuela sino para el mundo, así como el hecho de pasar a ser Venezuela la mayor potencia petrolera del continente, no vino sino a acicalar esa ya ancestral animadversión colombiana hacia nuestra tierra y todo cuanto ella comprende. Salvo, por supuesto, las riquezas y la privilegiada posición geoestratégica que Colombia le ha envidiado siempre a Venezuela.

El empeño del imperio estadounidense por convertir a Colombia en cabecera de playa de sus planes de dominación y subordinación de nuestro continente no es tampoco una razón soslayable para explicar el comportamiento avieso de la “hermana república” hacia nosotros. Como para todo imperio, el propósito primario de su control es someter la voluntad del dominado y orientarla en el mismo sentido de la del dominante. De ahí que su orden para Colombia sea siempre en función del propósito de saqueo que Estados Unidos se ha trazado con Venezuela.

Pero ninguna de esas razones es más importante que la necesidad de sostener el gigantesco negocio que representa la industria de la producción y tráfico de estupefacientes que desde hace décadas se ha convertido en la fuente de ingresos por excelencia del hermano país, y en fuente primordial del lavado de dinero en el cual se sostiene hoy el paquidérmico imperio del Norte. Un negocio de dimensiones descomunales que solo es posible con el control directo del Estado colombiano en perfecta coordinación y participación de su principal cliente, EEUU.

Para que un negocio de tales dimensiones funcione es indispensable una superestructura de financiamiento y producción que ningún asentamiento guerrillero puede sostener ni remotamente, como han querido hacerlo ver los distintos gobiernos que han desfilado por el poder en Colombia a lo largo del último medio siglo. Solo desde el Estado es posible manejar sin riesgos significativos de pérdidas la producción y procesamiento de cientos de miles de hectáreas de marihuana y de coca, así como de los millones de kilos de precursores de la droga, su empaquetado y distribución en las miles de inimaginables formas en las que la droga es sacada del país para llevarla de la manera más subrepticia a los mercados del mundo, principalmente EEUU.

Esa gigantesca empresa, que requiere no solo de terrenos para el cultivo, tal como siempre se le presenta, sino de una compleja red de financiamiento, apoyo bancario, de recursos humanos, diversos y complejos sistemas de transportación, almacenaje y distribución, no podría ser manejada jamás desde unas cuantas covachas en la selva, ni por unos cuantos guerrilleros malnutridos y harapientosos que no tendrían nunca en qué gastar la inmensa fortuna que diariamente depara ese negocio, así vivieran mil años comprando fusiles y lanzagranadas a perpetuidad, que es como lo presenta el Gobierno colombiano para explicar la supuesta necesidad de relación entre el narcotráfico y la subversión armada en ese país.

El negocio de la droga en Colombia, el más grande del mundo en su género, se maneja desde hace décadas desde lo más alto del poder político y económico de esa nación, infiltrado como ha estado por el narcoparamilitarismo desde la llegada de Álvaro Uribe Vélez a la escena política. Su recurso, para no aparecer comprometido como narcoEstado ante el mundo, ha sido el de señalar siempre como culpable a un enemigo de características muy particulares, como la guerrilla, que le permitió en todo momento justificar en forma más o menos razonable su inoperancia en la persecución del delito de narcotráfico.

Colombia necesita desesperadamente una guerra que permita ocultar su responsabilidad en la producción y tráfico de droga. Por eso la gran batalla librada por Iván Duque desde su llegada a la Presidencia fue desde un primer momento contra los Acuerdos de Paz firmados por el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de ColombiaEjército del Pueblo (FARC-EP) en La Habana en 2016. La hegemonía oligarca colombiana necesita irrenunciablemente de un enemigo cuya confrontación no solo no implique un costo significativo (porque, más allá del saldo en bajas civiles o militares que el combate pueda dejar eventualmente, la lucha contra la guerrilla no acarrea costos excepcionales de aprestamiento operacional o militar) sino que le resulta altamente rentable toda vez que los terrenos que el Estado debe controlar son aquellos a los que supuestamente no tiene acceso en virtud del conflicto armado.

De tal manera que, con ese conflicto en el cual el Estado siempre aparece desbordado en sus capacidades de control, no hay nunca cómo paralizar la producción de droga. El único instrumento con capacidad para apoyar al Estado colombiano en el combate a la droga es precisamente el Departamento Antinarcóticos de EEUU, la DEA, erigida arbitraria y convenientemente en la única fuerza antinarcóticos de alcance transnacional que, de acuerdo a su modus operandi, antes que combatir la droga lo que hace es coordinarla en función de los intereses comunes de Colombia y EEUU.

Es precisamente ahí, en la firma de los Acuerdos de Paz de 2016 (de la cual se genera el gran debate nacional que culmina en el referéndum aprobatorio que convulsionó a toda la nación colombiana durante meses, y que aun ganándolo el Gobierno significó un claro revés para los promotores del conflicto armado como fórmula de sobrevivencia) donde aparece Venezuela como el objetivo de la élite del poder colombiano para endilgarle una responsabilidad en un narcotráfico que en realidad es y ha sido siempre de Colombia. Los sectores oligarcas que necesitan un Estado inmune a las leyes nacionales e internacionales en materia de narcotráfico saben que, si no hay guerrilla a la cual culpar de ese flagelo, entonces Venezuela debe ser acusada de narco-Estado a como dé lugar, para permitirse Colombia seguir presentándose ante el mundo como el país que honra una lucha que en verdad jamás ha librado.

Si en ello cuenta con el apoyo de las grandes corporaciones mediáticas y del imperio más rapaz de la historia, cuyo propósito de saqueo a nuestras riquezas es perfectamente afín con la saña antivenezolanista colombiana, entonces la disputa contra Venezuela será ya no solo un conflicto muy provechoso para su estamento político, sino el activo de mayor valor para esa poderosa industria que es el narcotráfico.