“Recompensa”; el arma de Dios para construir imperios

OPINIÓN:

POR: ALBERTO ARANGUIBEL B.

______________________________________________________________________

Muchas han sido las expresiones de repudio que ha recibido en el mundo entero el anuncio de Donald Trump de ofrecer una “recompensa” de quince millones de dólares por cualquier información que conduzca al paradero del Presidente Constitucional de la República Bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro Moros, porque, además de insolente y arrogante, la medida sugiere un despropósito político propio de gobiernos arbitrarios que pretenden violentar como les venga en gana el derecho internacional, pero, más que eso, es ofensiva por lo infundada, estrafalaria y ridícula.

Algunos, incluido el propio presidente venezolano, calificaron el anuncio como “una brabuconada al estilo de los cowboys del viejo oeste”, tal como lo afirma recientemente el prestigioso internacionalista Alfred De Zayas, experto de la ONU para los derechos humanos, en declaraciones al portal de noticias Sputnik, cuando dice: “Uno piensa inmediatamente en el escenario del Viejo Oeste cuando el sheriff ponía un cartel de “se busca vivo o muerto””.

Pero, por mucho que la modalidad de la “recompensa” les resulte a algunos un adefesio en desuso, cuyos atributos como respuesta o solución a las limitaciones estructurales del todavía incipiente Estado norteamericano a mediados del siglo XIX, para la aplicación efectiva de las leyes en los vastos territorios occidentales recién anexados a la unión, no responden a la realidad moderna, lo cierto es que la “recompensa” cumple hoy una función esencial en la lógica imperialista de un país que se asume desde sus orígenes como dueño y señor de los destinos del planeta. En ello el concepto de “extraterritorialidad” para la aplicación de la Ley ha sido siempre un factor más que determinante.

En tiempos del viejo oeste, los exiguos órganos de seguridad de los que disponían los poblados que surgían en el inhóspito y salvaje oeste americano eran integrados por los pocos pobladores a los que se les asignaba tal responsabilidad, pero sin ninguna facultad o atribución legal más allá de las reducidas fronteras de cada poblado. Lo que obligaba al uso de mercenarios que de manera interesada, es decir, a cambio de un estipendio que se establecía según la peligrosidad del forajido, asumían el rol de captores para dar con el solicitado que buscaba trasponer los linderos del pueblo para evadir la ley. Dicha modalidad se institucionalizó rápidamente como un mecanismo expedito para imponer la justicia porque, además de resolver una limitación de tipo legal y una carencia de naturaleza estructural del Estado, se trataba de una simple transacción comercial perfectamente aceptada por la lógica capitalista de la naciente nación. De esa forma, se revestía con una falsa legalidad a un acto de extralimitación legal, haciendo aparecer al Estado como respetuoso de las Leyes y a la misma vez promotor de la libre empresa.

Esa idea del imperio de la ley más allá de sus fronteras, es hoy por hoy la base medular del proyecto hegemónico de EEUU, consciente como está de que una dominación como la que se propone llevar a cabo a lo largo y ancho del planeta es imposible de ser ejercida únicamente a través de la fuerza militar, o incluso del poder económico, exclusivamente. Se necesita, como decía Gramsci, del poder de los medios de comunicación para hacer creer al mundo en una legalidad ficticia que serviría de base al proyecto del “nuevo orden” promovido por el imperio norteamericano, buscando al mismo tiempo inhibir la natural tendencia emancipatoria de los pueblos.

Fundamentalista como ha sido desde sus orígenes esa nación ultraconservadora, los norteamericanos entienden la vida como una inagotable lucha del bien contra el mal. Un bien intangible y fantasioso que aparece solo en las páginas de la Biblia a la que se aferra la casi totalidad de su gente, y un mal que, a diferencia de los que sucede en la mayoría de las sociedades y pueblos del mundo, no está representado en la figura del gobierno (o de sus políticos) sino en aquello o aquellos que el gobierno les señala como la encarnación del mal. Una idea sembrada a lo largo de los siglos en la psiquis de una sociedad que ha aprendido a justificar toda abominación e injusticia que su gobierno lleve a cabo, porque todo eso lo hace siempre en el nombre de Dios, y que asume como componente de ese ejército del mal al que está obligada a derrotar, todo aquello que le adverse no solo en términos religiosos, sino también sociales, políticos y económicos.

De ahí que en Estados Unidos, a pesar de la inmensa desigualdad que padece su población, de la profunda exclusión social, del hambre y la pobreza crecientes que signan a esa sociedad, la preocupación fundamental (salvo muy puntuales y contadas expresiones antirracistas o prominorías) no es la de protestar jamás contra el gobierno. La preocupación allá es el acatamiento de las leyes. Para los norteamericanos, fieles seguidores de la palabra de Dios, violar las leyes no es solo un asunto de tipo penal, sino una afrenta al Creador, De ahí que cuanto haga el gobierno norteamericano por hacer valer las leyes, donde quiera que sea, será un triunfo del bien sobre el mal.

Bajo esa premisa, y fiel a su cultura, el Congreso norteamericano promulga en 1984 el Programa Contraterrorista de Recompensas del Departamento de Estado de los EEUU, para luchar contra el terrorismo internacional, denominada Ley pública 98-533 (codificada en el código 22 de los EEUU USC 2708) administrado por la Dirección de Seguridad Diplomática del Departamento de Estado norteamericano, para ser usada como base legal por los gobiernos de ese país, desde el mandato de Ronald Reagan hasta el presente, para justificar las acciones llevadas a cabo contra los gobiernos de otros países a lo largo y ancho del planeta violando los preceptos de la ONU y los principios fundamentales del Derecho Internacional.

Es exactamente así como lo expresa el Jefe interino de la DEA, Uttam Dhillon, durante la rueda de prensa ofrecida por los funcionarios del gobierno de Donlad Trump para anunciar la medida de recompensa contra el presidente Nicolás Maduro,, cuando afirma en tono de Dictamen Divino que: “Las acciones de hoy envían un mensaje claro a los funcionarios corruptos en todas partes de que nadie está por encima de la ley o más allá del alcance de la ley estadounidense”.

La medida de la “recompensa” no persigue, pues, ubicar a un individuo que está perfectamente ubicable en el Palacio Presidencial de Miraflores en la ciudad de Caracas. La medida tiene como finalidad impactar a la opinión pública del mundo entero con una figura seudo legal en la cual pueda ver cada quien una personificación tangible del mal (tal como se veían los rostros del mal en los carteles de recompensa que se colocaban en el viejo oeste) que no necesitará entonces de juicio alguno para ser sentenciado (porque ya ese juicio está hecho con la sola publicación del cartel por parte del gobierno norteamericano) y que debe y puede ser apresado en cualquier parte del mundo por el ejército de los EEUU, sin importar las barreras de soberanía que obviamente se encontrará en su camino, ni obedecer a ninguna ley que no sea la emanada por el imperio cumpliendo un mandato supremo ordenado por Dios mismo.

Hoy, cuando el mundo se estremece ante el impacto de una pandemia que bien pudiera cambiar la correlación de fuerzas en el ámbito político internacional en virtud de la admiración que despiertan las naciones que ayudan de manera desinteresada y profundamente solidaria a quienes más lo necesitan, frente a la clara mezquindad de las grandes potencias capitalistas, principalmente EEUU, Francia e Inglaterra, que no solo no se suman a esa solidaridad internacional, sino que excluyen y dejan morir de desamparo a los miles de ancianos y pobres que se contagian y fallecen a causa de la pandemia, la arremetida del imperio se orienta a tratar de rescatar su menguado poder de intimidación, amenazando de nuevo con su brutal saña a los pueblos soberanos que no se le arrodillan.

Por eso la “urgencia” del imperio en activar de nuevo mecanismos, como el de la “recompensa”, para infundir el temor universal a su Ley, a la vez de sumisión a sus designios tal como ha sido el propósito de dominación imperial desde sus orígenes.

Se trata, una vez más, de una campaña de verdadero terrorismo mediático para tratar de alienar a los pueblos en la falaz idea de que quien debe gobernar el mundo no es quien ofrezca la mayor cooperación o solidaridad al mundo, sino quien asegure, a como dé lugar, la imposición de esa ley Divina de la cual los norteamericanos se consideran custodios y ejecutores predestinados.

@SoyAranguibel