Retrato de Morella Muñoz (1935-1995) con ensalada de mandarinas

Me veo a mí misma, niña, ojos cerrados, tumbada en el suelo del comedor, oyendo un nuevo disco que ocuparía un espacio imborrable en mi memoria. Estaba firmado por el maestro Alirio Díaz. “Para Riera, este recuerdo criollo” (Caracas, 1968) y tenía como título Alirio y Morella. Canciones, tonadas y aguinaldos venezolanos. Vivíamos en Madrid y aunque mencionar la palabra “Venezuela” era una constante en las conversaciones familiares, su evocación en mi niñez nos trasladaba a los perfiles de una tierra lejana, exótica, desconocida; como en los cuentos, todo lo bueno, lo más moderno, lo más atrayente, lo promisorio venía de allí, especialmente si la comparábamos con la España pobre, prejuiciosa, católica y falangista de finales de los sesenta que nos había tocado vivir.

Me aprendí el disco de memoria; inclusive con mi letra de colegio de monjas transcribí el texto de una de mis canciones favoritas, Parte cantada de un cuento, que por error no había sido incluido junto al de las otras piezas en las notas discográficas. Después de oír a Morella incansablemente, la pasta brillante, de color oscuro y untuoso de su voz, pincelada gruesa de materia sonora, se me fueron regalando los perfiles de una tierra que cada día descubría más cercana, porque Morella era Venezuela. Así, amé a Morella, su forma de interpretar, el fraseo magnífico, el rigor musical y la “verdad” que imponía en todas sus interpretaciones.

Para esa época Morella ya era una artista reconocida nacional e internacionalmente. Había estudiado en Inglaterra, Italia, Austria y fue la primera cantante lírica latinoamericana en ganar el importante Premio Primavera de Praga en 1961. También por aquellos años se cimentó lo que sería el sello del canto de Morella: no hacer divisiones ni exclusiones entre la música popular y la académica sino comprometerse con la buena música viniera del espacio que fuera; para ello, su adhesión al Quinteto Contrapunto en 1962 catapultó esta vocación y este compromiso de vida con Venezuela y la música.

Morella poseía una cualidad muy singular: la facilidad de convertirse al mismo tiempo en la mejor intérprete latinoamericana de Brahms, y en la incomparable voz cantora de fulías, tonadas, canciones y aguinaldos venezolanos. De Mahler, Wolf, Schubert, Schuman y Strauss, por ejemplo, pasaba con la misma calidad vocal y pertinencia, al canto indígena, a las melodías infantiles tradicionales, los cantos de trabajo y las composiciones contemporáneas. Ella misma afirmaba que en un momento podía cantar Mozart y poco después entrarle a un joropo. Morella también se paseó por el género operístico. Una ópera titulada Doña Bárbara, con música de Caroline Lloyd y libreto de Isaac Chocrón, fue estrenada en el Teatro Municipal de Caracas en 1966 y Morella, ¡cómo no!, cantó magistralmente el papel de la heroína.

El tiempo pasó, y en la década de 1990 se forjó en Venezuela una pléyade de jóvenes cantantes, y un optimismo musical extraordinario en el campo lírico empezó a extenderse por el país; todavía Morella estaba entre nosotros, refulgían su figura y su canto, que seguíamos admirando, amando, siguiendo. ¿Qué dejó Morella en nosotras, en las jóvenes cantantes que interpretaban sus primeros conciertos y sus primeras óperas en  esos años? La concepción, diametralmente opuesta a las décadas anteriores, donde se pensaba que una cantante lírica debía comportarse como una diva. Morella pensaba que una cantante no es diferente a ninguna otra mujer ni a ninguna otra instrumentista, y ha de poder cantar después de haberse empleado en las labores normales de la vida cotidiana: manejar, ir al mercado, preparar comida, vivir la vida familiar, divertirse, estudiar, etc. Por eso,  las que huíamos de los fumadores como de la peste, y abogábamos por el buen dormir y el poco hablar, el infaltable pañuelito al cuello y el tecito de jengibre, encontrábamos en Morella una gran cantante que podía hacerlo todo y bien, sin aspavientos ni comportamientos de diva. “Nada que ver, para cantar bien hay que vivir”.

Eso me decía una noche en su casa de San Bernardino. Mientras me hablaba de sus lieder preferidos de Brahms y la magia de la poesía escrita en alemán, preparaba un delicioso pollo y una ensalada inolvidable a la que le añadía como punto final, limpísimos gajos de mandarina. Era este el momento  cuando opinaba sobre las políticas culturales del momento, de la necesidad de la educación musical obligatoria en todas las escuelas, la necesaria preparación del músico venezolano, la creación de un nuevo público salido de las clases menos favorecidas, de los conciertos en los barrios, de contar con los músicos populares, de fomentar la nueva música popular venezolana, pero también de hacer conocer  a todos los públicos obras como Lieder eines fahrenden Gesellen de Mahler, y nuevos repertorios vocales sólo conocidos por unos pocos. Todos estos preciosos comentarios los hacía en voz alta, mientras iba y venía del horno a la mesa donde estaba terminando de preparar la ensalada. Yo, en absoluto silencio, la oía, la observaba, la admiraba.

Disfruté esa cena sintiéndome privilegiada. Nunca las mandarinas me supieron más dulces.

TyF/Prensa IAEM