Ronnie Long, una historia de negación de derechos humanos en Estados Unidos

Detenido en 1976, condenado por su color de piel y no por evidencias criminalísticas, su caso forma parte de una triste cotidianidad estadounidense

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En 1976, un joven estadounidense de 20 años fue envuelto en un infierno. El régimen racista estadounidense no solo mata a balazos y por exclusión económica, también lo hace a cuentagotas con sus propios ciudadanos sometiéndolos a un sistema de justicia absurdo, parcializado y absolutamente desigual.

Se trata del caso del afrodescendiente Ronnie Long, en el estado estadounidense de Carolina del Norte, a quien hicieron perder más de 44 años de su vida, acusándolo y condenándolo por un delito que no cometió.

Long fue incriminado de forma absurda por la policía en una violación, luego un jurado conformado solo por personas de piel blanca lo condenó a 80 años de prisión… sin pruebas.

En agosto salió a relucir, por fin, la verdad. Un tribunal de apelaciones lo absolvió y dictaminó que era inocente, pero no conforme con ello, el caso sigue abierto hasta que otro tribunal lo decida. ¿Quién pagará por tanta injusticia en el sistema judicial estadounidense?

Long aseguró su inocencia desde el primer instante y no hay duda de que resulta admirable su fortaleza moral para resistir y batallar una y otra vez para lograr justicia. El 25 de abril de 1976, una mujer blanca, Sarah Bost, fue violada mediante amenaza con un arma blanca, además le robaron algunas de sus pertenencias.

El indicio para acusar a Long se sustentó en una identificación hecha por Bost de una chaqueta que portaba el afrodescendiente, que para la víctima de violación era similar a la que recordaba de su verdadero agresor.

El testimonio de Bost no era lo suficientemente consistente tampoco, porque en su declaración aseveró que su agresor era un «hombre negro de piel amarilla o muy clara», una descripción que tampoco coincidía con Long.

El único acusado por el caso tenía además una cortada, pero eso no bastó, su familia había afirmado que participaba de una llamada grupal en el momento en el que había ocurrido el crimen. En 1986, su defensa presentó una apelación que fue desestimada, pese a que el proceso había sido viciado desde el comienzo, lo mismo ocurrió en el año 2011.

No solo eso, según la jueza del tribunal de apelaciones Stephanie Thacker, hubo «un patrón preocupante y sorprendente de supresión policial deliberada de pruebas materiales”, sin embargo, inicialmente no se revirtió el fallo contra Long.

No eran evidencias

El abogado de Long, Jamie Lau, acusó de perjurio a la policía debido a que se develó que no entregaron evidencias que indicaban la existencia de otros sospechosos en el caso. Además de ello, en la escena del crimen había huellas dactilares y cabello que no concordaban con el ADN del acusado.

Fue en el año 2015 cuando la defensa pudo constatar que la policía había ocultado que el patrón de las huellas encontradas en el sitio del delito no coincidía con el de Long y, sin embargo, lo ocultaron, por supuesto se trataba de un “negro”.

Algo más probaba que Long era inocente y también fue ocultado por el sistema de justicia: la muestra de semen recolectada no coincidía con el perfil genético de Long. No había sido él y aun así otro grupo de jueces continuaba negando el derecho a revisar la sentencia.

Incluso la jueza Thacker debió enfrentar la opinión del exfiscal de Carolina del Norte Julius Richardson, quien fue premiado por el actual presidente estadounidense Donald Trump con un escaño en la Corte. Sí, porque mientras en Washington hablan de la democracia como “la división de poderes”, los jueces de la Suprema Corte son designados por el Presidente y ocupan sus puestos de forma vitalicia.

“En este caso, el Estado mintió y retuvo pruebas. Pero uno esperaría que esa no sea la norma en Carolina del Norte «, dijo entonces la jueza Thacker. Lo policía de Concord, la localidad de Carolina del Norte donde ocurrió el delito, además ocultó pruebas porque los efectivos policiales mintieron deliberadamente acerca de la evidencia forense recolectada. Tal parece que los “falsos positivos” no nacieron en Colombia y tienen un largo historial en el podrido sistema judicial estadounidense.

La injusticia como sistema

La condena contra Long en el año 1976 generó fuertes protestas en Carolina del Norte. Como pueden ver, es habitual que los excluidos en Estados Unidos estallen de indignación para reclamar sus derechos o denunciar las injusticias, sin embargo es habitual que no sean escuchados, que sean invisibilizados y estigmatizados, como actualmente lo hace Donald Trump contra el movimiento Black Lives Matter.

“Dime, tienes a un joven negro en 1976 frente a un jurado blanco… por un asalto sexual a una mujer blanca rica y adinerada. Quiero decir, ¿qué tipo de justicia es esa?», expresó Long en una entrevista a un medio estadounidense en julio de este año, cuando aún batallaba por su absolución.

La Fiscalía federal de Carolina del Norte se había desentendido del caso, aun con la demostración de que se ocultó evidencias. Incluso la oficina del fiscal general dijo que las pruebas que habían sido ocultadas no cambiarían el resultado inicial del juicio: Long era culpable, simplemente porque a ellos les daba la gana. En el mundo todos tenemos entendido que el propósito de una fiscalía es la de hacer justicia, pero a nadie parece sorprenderle que en Estados Unidos una fiscalía federal se disponga no a la búsqueda de la justicia, sino a la imposición de la arbitrariedad.

En este caso hay que detallar que la víctima de violación, Sarah Bost, era la viuda de un poderoso ejecutivo del consorcio textil Cannon Mills, una de las empresas más importantes y tradicionales de Carolina del Norte, cuyos dueños además han realizado una hereditaria carrera política y económica en el Partido Republicano. Por supuesto que nada de esto significa que Bost intentara manipular la justicia, ella también era una víctima y merecía que su verdadero atacante fuese castigado de acuerdo a las leyes. Pero quienes sí manipularon de forma consciente y planificada el buen desenvolvimiento del proceso judicial fueron los cuerpos de seguridad, la Fiscalía, los tribunales y el propio régimen imperante en Estados Unidos.

Largo historial de injusticias

Lejos de ser una excepción, casos como el proceso contra Ronnie Long son habituales en Estados Unidos. Si bien, la justicia como hecho humano es imperfecta, los “errores” en el sistema judicial estadounidense se asemejan más bien al de un sistema dictatorial, donde el primer indicio para señalar culpables está en la carencia de recursos económicos o el color de piel.

En 2019, en Estados Unidos había más de 2.300.000 personas en prisión, se trata de la más alta cifra per cápita en el mundo de población encarcelada, uno de cada 99 adultos es un prisionero, 714 presos por cada 100 mil ciudadanos.

Además, no es un sistema para la reeducación y la reinserción en la sociedad. Al contrario, los convictos, una vez liberados, deben declarar obligatoriamente que estuvieron presos cada vez que busquen un empleo.

Los pobres generalmente deben admitir su culpabilidad aun siendo inocentes, debido a que el costo de los procesos judiciales es imposible de pagar, por tanto “ellos mismos se condenan” para evitar más penurias a sus familias.

Las cárceles suelen ser empresas privadas, a quienes el Gobierno estadounidense paga por mantener recluidos a los condenados. Es bastante difícil reclamar así por tus derechos frente a un negocio que mueve casi tres mil millones de dólares al año.

El negocio tiende a crecer porque como el sistema de justicia no funciona y está hecho con el propósito de oprimir, la población carcelaria nunca para de crecer por encima del crecimiento vegetativo de la población. Entre 1989 y 2010 la población en prisión creció en 222%, la cifra se sigue incrementado pese a que los índices delictivos en Estados Unidos se han reducido en líneas generales.

En 2018 había en Estados Unidos 2.272 reclusos afrodescendientes por cada 100.000 personas con esa identificación étnica. La cifra total de prisioneros afrodescendientes era del 33%, en tanto solo representan el 12% de la población total de la nación norteamericana.

Y con estas cifras y comparaciones solo estamos poniendo una parte de la relación de injusticias, atropellos, malos tratos y torturas que significa el sistema judicial estadounidense. Lo vemos, por ejemplo, también en la acción permanente y cotidiana contra los migrantes, sin embargo eso da para titulares solo para algunos días en la gran prensa hegemónica, preocupada por acusar a otras sociedades de despóticas o dictatoriales.

En un artículo publicado en el mismísimo portal web de la Organización de Naciones Unidas (ONU), el investigador Glenn C. Loury, del Departamento de Ciencias Económicas de la Universidad de Brown, señalaba respecto al sistema judicial en su país: “En esta sociedad -casi como en ninguna otra- quienes más sienten el peso de la ley pertenecen en cantidades muy desproporcionadas a grupos raciales históricamente marginados”.

Loury agregaba: “En los Estados Unidos, crimen y castigo son de color. La disparidad racial en las tasas de encarcelamiento es mayor que en cualquier otra de las grandes esferas de la vida social del país: con un valor de ocho a uno, la proporción de negros a blancos en las tasas de encarcelamiento hace parecer pequeña la proporción de dos a uno en las tasas de desempleo, la de tres a uno en el número de nacimientos fuera del matrimonio, la de dos a uno en las tasas de mortalidad infantil y la de uno a cinco en los patrimonios netos”.

Advertía el profesor Loury: “En la actualidad, la encarcelación masiva se ha convertido en el principal vehículo para la reproducción de la jerarquía racial en la sociedad estadounidense. Los encargados de la formulación de las políticas de nuestro país deben hacer algo al respecto. Y todos los estadounidenses tenemos, en última instancia, la responsabilidad de asegurarnos de que lo hagan”.

Por allí, el cine y la televisión nos distraen sobre conmovedores casos de injusticias judiciales en Estados Unidos, son decenas, a veces nos dicen que son de la vida real y otras veces ficticios, pero muy parecidos a lo que cotidianamente ocurre. Pero su sistema está hecho para reproducir esa dominación, que se disfraza de “errores humanos” puntuales, una y otra vez.

Un sistema que atropella los derechos hasta de los niños y adolescentes, como Alfred Chestnut, Ransom Watkins y Andrew Stewart acusados y condenados por el asesinato de otro joven en Baltimore cuando apenas tenían 16 años.

Treinta y cuatro años después se determinó que los tres hombres, afrodescendientes, eran inocentes, que, como en el caso de Long, la policía y la Fiscalía actuaron arbitrariamente, que coaccionaron testigos, así como hace el señor Uribe en Colombia para inculpar a Chestnut, Watkins y Stewart. Décadas borradas en un país cuyo Gobierno se vanagloria del valor de la libertad.

T/ Chevige González Marcó
F/ Archivo CO
Caracas
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