Después del susto, las madres luchan por su vida y la de su prole | Miles de historias con rostro femenino se esconden detrás de las lluvias

Las tres mujeres entrevistadas comparten, con decenas de damnificadas y damnificados, el refugio solidario que abrió en sus espacios la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad, en la antigua zona 2 de la Policía Metropolitana

Ana Aguilar: sola contra el mundo. Tiene los ojos rojos. Muy rojos. Rojos, como lo poco que queda de pintura en sus uñas. Pero la mirada de Ana Aguilar, una trujillana de 46 años de edad, no está enrojecida por el llanto, sino por una enfermedad (pterigium) que la ha llevado al quirófano en dos oportunidades, gracias a la Misión Milagro del Gobierno Nacional.

Poco tiene de sonrisa el rictus de sus labios, y no es para menos. Pese a la desesperanza, accede a contar que viene de la Carretera Vieja Caracas-La Guaira; del sector El Cedro. Allí vivía, desde hace ocho años, en “un ranchito de zinc”, refiere; con muchos sacrificios había comprado los materiales para levantar las paredes. “Casa, casa no estaba; faltaba levantar paredes, frisar, hacer divisiones. Ya me faltaba poquito. En eso invertí todos los ahorros de mis cuatro hijos”. Sí. Son cuatro.

Antes de eso, Ana Aguilar vivía alquilada. Con lo poquito que ganaba como cocinera (en un local de la avenida Urdaneta) estiraba para pagar libros, uniformes, mensualidad, comida. Después, se quedó en la casa para cuidar a la niña pequeña. Su hijo mayor dejó los estudios para trabajar y, así, sumarle un poco más a la exigua economía familiar.

El pasado 24 de septiembre marcó para ella un antes y un después. “Comenzaron a deslizarse los cerros, por el agua de las lluvias”, refiere. “De mi hogar quedaron dos cuartos. Todo lo demás se fue”.

Ana Aguilar

Salió de su casa y se mudó para la de su hermana, en Plan de Manzano. El 26 de septiembre marchó a votar (elecciones parlamentarias) y se reunió con su Consejo Comunal para evaluar dónde irse. Cuenta que, entre todas y todos, buscaron toldos para mudarse al refugio de Planta Cantina, también en Catia. Allí estuvo hasta la última semana de noviembre. Ahora vive en la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad. “Todo fue algo sorpresivo”, admite.

En Planta Cantina estaba regular. Lo admite sin ambages. Era “apenas un poco más protegido que en el barrio. Había 180 familias. A veces teníamos comida, a veces, no”. En la UNES está mejor, aun cuando se le pasa el día sentada en una silla de plástico blanco y debajo de una luz que está encendida todo el día. “Lo único malo”, dice, “es que dormimos en colchonetas. Pero se aguantará”.

En esa enorme casa en que se convirtió la Universidad no falta la comida. Hay actividades para hacer el tiempo más llevadero, y Ana Aguilar lo agradece, pero la angustia no saber hasta cuándo estará sin casa. Ni siquiera cuenta con su grupo del Consejo Comunal, porque “estamos todos regados: unos, en refugios; otros, en su casa”. La Misión Madres del Barrio la ayuda; también lo hace el hijo mayor (quien está con ella en el refugio, además de la niña menor).

A la pregunta “¿y el papá de los muchachos?”, responde con un “¿ahh?” que no deja lugar a dudas. El hombre no está. “Hace como 17 años que se fue y se olvidó de nosotros. Se fue con otra mujer”, confía. “Formó su pelea, se fue, y ya. No he sabido nada más de él”. Historia común. “Me tocó trabajar, ser papá y mamá a la vez”, afirma. Basta verle las manos, en las que se guarda el secreto de cada dura faena, para entender el significado de esta frase.

Aguilar se enamoró otra vez. Pero ya se le pasó. “Nada es eterno”, sostiene, con ironía. Ese hombre es el papá de la niña menor. Hoy está ausente; no porque se enamoró de otra, sino porque murió. Igual se portaba “más o menos”. ¿un compañero? “Sólo Dios lo sabrá”, concluye. “Llegará solito, tarde o temprano”. No juzga a sus parejas. “Todos somos seres humanos y cometemos errores”, puntualiza.

Si es por pedir, solicita a la Revolución Bolivariana que se resuelva su problema de vivienda lo más pronto posible. Pero lo dice suavemente, sin alzar la voz, sin llorar. “La niña, ahorita ahorita, no está estudiando. Su colegio queda en Plan de Manzano, y hay damnificados”. La pequeña se llama Michelle, tiene 12 años de edad y cursa sexto grado.

Pabla Salgado

Pabla Salgado: la vida en bolsas. Pabla es Paula, y Paula es Pabla. En realidad, Pabla es Pabla, pero la gente tiende a confundir su nombre, así que acepta que la llamen Paula. Son 68 años de escuchar lo mismo, así que ya se ríe.

Vivía en Plan de Manzano (Carretera Vieja Caracas-La Guaira) desde 1995. Era su casa propia, construida por ella misma. Antes de Plan de Manzano, ocupó una zona en El Junquito, de la que se mudó con el anhelo de un hogar que le perteneciera

“Fui construyendo con zinc, con tablas. Era un rancho”, describe. Lo ocupaba con su hijo, de 46 años de edad; es un hombre con discapacidad a quien echaron como un despojo cuando casi perdió un pie por un accidentes. “En la calle trabajé como hasta los 55 años. Trabajaba en casas”, resume.

Las lluvias que azotan a la zona costera del país desde septiembre pasado cambiaron, en cuestión de minutos, el futuro inmediato de Salgado. “Con las lluvias se vino el terreno atrás. Fue cediendo y cediendo hasta que se me vino una pared. Eso ocurrió con los primeros palos de agua, hace como dos meses”. Eran las 5:00 am de un día de septiembre “cuando escuché las piedras que venían rodando. Además, tuve el susto de que nos cayó la pared encima”.

De allí, el tránsito lógico era hacia Planta Cantina, como el de la mayoría de las personas que salieron de la Carretera Vieja Caracas-La Guaira. “En ese refugio estábamos más o menos. Uno tenía que buscar comida en la calle, porque nadie estaba pendiente. Lo bueno es que dormíamos en cama, en literas”.

Todos los pisos que Pabla limpió para tener cuatro cositas, y ahora esas cuatro cositas son mucho menos que eso: caben en un pocas bolsas con cierres. “Yo no tengo ayuda de nada. No cobro pensión. No he tenido suerte para eso”, dice, con resignación. “Como mi hijo tiene discapacidad, porque lo arrolló una camioneta, trabaja por su cuenta y en lo que consigue”. Medicamentos para diabetes, hipertensión y dolor forman parte del día a día de esta mujer muy blanca y de cabello canoso.

Agradece lo que ha recibido en el albergue. “Me han tratado bien en todo. Están pendientes de uno. Lo único malo es que dormimos en el piso, y yo estoy enferma de la pierna (derecha). Me tienen que ayudar a levantarme. Pero yo le doy gracias a Dios porque estoy aquí”, sentencia, sin dudarlo un instante.

Yilsith Lozada

Yilsith Lozada: bajo la tierra. Es mediodía. Una bebita de enormes pestañas y de carita redonda, duerme sobre una colchoneta. Su mamá, Yilsith Lozada, la observa. Ambas estuvieron enterradas. Lozada, de 38 años de edad, tenía nueve meses de embarazo cuando su casa, ubicada en el sector La Ceiba de la Carretera Vieja Caracas-La Guaira, colapsó. “Los vecinos me sacaron por un hueco en el baño”, rememora.

Esta mamá vivía desde el año 2005 en la vivienda que se vino abajo. Pero ella es de la Carretera Vieja; antes de unirse al papá de la niña, estaba con su mamá y el resto de la familia en otro sector de la misma zona de riesgo. Todas las comunidades levantadas a los lados de la vía se desmigajan.

La noche del 7 de julio empezó su pesadilla. “Se vino el cerro, y la niña y yo quedamos tapiadas. Yo tenía unos bloques de vidrio en el baño para darle claridad, y los vecinos se dieron cuenta de que estaba ahí y rompieron para sacarme. Al mismo tiempo, rompí fuentes. A mí me sacaron los vecinos con los bomberos”, relata. A su otra hija, de nueve años de edad y estudiante de cuarto grado, la rescataron tras abrir un boquete en la puerta. “A mi esposo le comentaron que cerca de su casa se vino el cerro, pero no sabía que eran su esposa y sus hijas”.

En el hospital José Gregorio Hernández, de Los Magallanes de Catia, se recuperó. Pero a su hogar no pudo retornar. Así empezó el peregrinaje por la casa de una cuñada, de la mamá, de la suegra. “Estuve en lo que llaman refugio solidario”, explicó. Casas de familiares, de amigas o amigos. “De allí, a Planta Cantina. Y de Planta Cantina nos sacaron porque estaba cediendo el terreno. La niña, además, se me había enfermado de neumonía”.

Ya cumplió las dos semanas en la UNES. Sólo tiene la ropa, repartida en bolsas. Dejó atrás, en la tierra, en la montaña, la litera, los escaparates, la cocina, la nevera, la lavadora, el televisor, el juego de recibo y de comedor. Hace esta enumeración con resignación. Perdido está todo. “De mi casa sacaron 11 camiones de arena por el cerro que se cayó”, indica.

Con su experiencia en el programa Barrio Nuevo, Barrio Tricolor (como cocinera), Lozada apoya en la UNES la distribución de alimentos, intenta darle ánimo a personas que están tristes. Pero dice, sin perder la dulzura, que quiere que se tome en cuenta el tiempo que lleva en refugios, para que le adjudiquen una vivienda. “Hemos pasado las verdes y las maduras”, subrayó. Está dispuesta a irse a Guarenas, Guatire, Los Teques, Maracay o Valencia. “Algo que no sea tan lejos”, pide, con mucha humildad.

T/ Vanessa Davies
F/ Oscar Arria