Por Valeria Cortés|Testimonio de horror y amor bajo las estrellas de Palestina

“Ahora es el turno del ofendido, por años silencioso a pesar de los gritos…” (Roque Dalton – Poeta y guerrillero salvadoreño)

Mientras Iraq era arrasado a sangre y fuego por el mayor ejército de ocupación de toda la historia de la humanidad -esa máquina de guerra llamada Estados Unidos de América- a pocos miles de kilómetros, en la pequeña franja de Gaza, otro ejército ocupante, protegido, financiado y armado por el poderosísimo imperio norteamericano, secuestraba a un humilde joven palestino.

Corría el mes de junio de 2003 y Mohammed Karim Al Adiny tenía tan sólo 20 años de edad cuando fue secuestrado por las fuerzas israelíes. La ocupación, tanto para los iraquíes como para los palestinos –o para cualquier otro ser humano, sea asiático, latinoamericano, europeo- es un acto de suma violencia. El invasor penetra en tu tierra, en tu ciudad, en tu vecindario, en tu casa. Asesina a tu gente, humilla a tu familia, viola a tus mujeres, te encarcela, te roba, te tortura, te mata. Destruye -o intenta destruir- lo más íntimo, lo más valioso y entrañable de cada pueblo.

Mohammed se encontraba sentado en una de las habitaciones de su humilde vivienda cuando las fuerzas de ocupación sionistas la rodearon e irrumpieron en ella. Una vez dentro, lo acusaron de participar en acciones contra Israel. Ésta es una imputación genérica, habitual y cínica, utilizada como excusa para detener indefinidamente a ciudadanos palestinos sin necesidad de pruebas ni evidencias, y encerrarlos por años -que pueden volverse décadas- en prisiones sin ley ni piedad, hoyos negros donde los derechos humanos mueren de mengua y en silencio, pozos de dolor sin fondo ubicados en ese lugar de Palestina que, por ahora, se conoce con el tristemente célebre nombre de “Israel”.

Cerca del vecindario donde vivía Mohammed existía otro sitio donde también campeaba la injusticia y la brutalidad, en realidad todo “Israel” se encuentra establecido sobre territorio ajeno, sobre la tierra de otros: un asentamiento de colonos, sí, colonizadores, colonialistas, en fin, mercenarios armados hasta los dientes y apoyados en su infame cobardía por millares de soldados agazapados en tanques o tras armas mortales de última de-generación. Allí fue trasladado Mohammed en primera instancia, con los ojos vendados y esposado.

Los militares lo maltrataban e insultaban, y Mohammed, que era muy joven, estaba terriblemente asustado. Y tenía toda la razón para estarlo: rodeado de soldados sionistas y colonos que asesinan rutinaria e impunemente, su vida corría un gran riesgo. Así fue, las torturas, especialidad, ley y tradición del régimen israelí, no tardarían en lacerarle la piel.

De Erez fue traslado a Ashkelon, y ahí comenzaría lo peor de su historia de pesadilla. A partir de aquí dejaremos que sea la propia voz de Mohammed la que nos narre en primera persona su descenso al infierno. Antes de seguir leyendo les advierto que toda su experiencia es tremendamente dura, más sin embargo fue relatada por Mohammed con una sonrisa noble instalada en sus ojos oscuros, en su rostro moreno.

Nunca olvidaré esa sonrisa franca brillando contra la fresca noche de Gaza. Mohammed nos habló con honestidad y algo que no sé si calificar como valentía o inocencia -quizás ambas- sobre su sufrimiento, su vida, su angustia, y lo hizo, insisto, con un insólito optimismo que yo no comprendí hasta que, finalmente, descifré la clave: la forma misteriosa en que se entrelazan el dolor y la esperanza en el aguerrido espíritu de los palestinos.

Bajo un cielo diáfano adornado con estrellas nítidas y resplandecientes, los compañeros de las Brigadas Unadikum y yo fuimos testigos del horror narrado por Mohammed. Lo escuchamos con respeto y atención, en mi caso particular debo añadir que, paradójicamente, escuchaba las palabras pronunciadas en su árabe musical -y dobladas al inglés por la dulce voz de nuestra amable traductora- con una mezcla de admiración y rabia. Mohammed había sido ferozmente torturado, encarcelado, humillado por años, ahora sobrevivía en una inmensa prisión llamada Gaza, en una pobrísima casa de cartones y chapas que se sostenía en pie de milagro y, sin embargo, Mohammed sonreía.

Sí, nos sonreía mientras narraba esa década perdida de su juventud. El dolor humano es inconmensurable, pero si pudiese ser medido, entonces diríamos que un tercio de toda la vida de Mohammed había sido encarcelada, atada y torturada con impunidad por la entidad invasora de Israel. Nadie lo resarciría, nadie pagaría por esos crímenes, no habría justicia para él. No obstante nuestro amigo sonreía sincera y tranquilamente mientras recordaba su catástrofe personal, que también es la catástrofe de su propio pueblo, de todo el pueblo palestino.

¿Puede la tortura aniquilar el espíritu de un hombre? Sí, puede. Sin embargo la mayoría de las veces la tortura genera una fuerza indefinible en quien la sobrevive. Lo he visto en compañeros presos y torturados durante la época negra en Venezuela previa al triunfo de la revolución Bolivariana, lo he visto en Gaza, lo vi en Mohammed. La tortura produce una fortaleza irreductible, genera una resistencia invencible. Y esa resistencia, tarde o temprano, acaba destruyendo a los torturadores.

“Cuando me interrogaban ataban mis manos fuertemente sujetas con esposas al piso de la celda, una venda muy apretada me tapaba los ojos. En esa posición dolorosa pasaba muchas horas e incluso días. Al final no podía recordar el tiempo exacto que había permanecido así. Me quedaba dormido a causa del agotamiento, pero en cuanto me veían dormir, los interrogadores me despertaban bruscamente. Salía de ese sopor, que era producto de la fatiga y el desfallecimiento, para verme rodeado de 4 o 5 guardias que empezaban a presionarme con preguntas que repetían una y otra vez durante toda la noche. A ellos los cambiaban cada tres horas para que estuvieran activos y despejados. Mientras me interrogaban me golpeaban, me ponían electricidad. Ante sus preguntas yo primero me quedaba en silencio, pero luego, desesperado y adolorido, les contestaba: “Hagan lo que tengan que hacer, háganlo ya” Y lo decía en serio. Quería que todo terminara de una vez y rápido. Esa tortura continuó cada día por 3 meses.

Ningún tipo de higiene personal se me permitió al comienzo, era otra forma de humillarte. En tres meses, sólo me permitieron 4 duchas sin jabón ni privacidad. Te vigilaban y cambiaban a su antojo la temperatura del agua, podían quemarme la piel o aterirme de frío. En realidad era más una tortura que una ducha. De la comida ni hablar, la alimentación era peor que para los animales. Muy poca, muy mala, muy sucia.

Con el pasar de los meses, de los años, vas perdiendo la noción del tiempo. En prisión no tienes reloj, recuerdo que jugábamos a adivinar la hora entre los prisioneros porque nadie la sabía con seguridad. No sólo no teníamos relojes, tampoco un mínimo de legalidad, los abogados asignados por Israel no están allí para defendernos sino para lavarle la cara a la entidad sionista en una infame simulación de justicia.

Cada departamento de la cárcel tenía aproximadamente 130 prisioneros, a veces los guardias nos atacaban y cuando nos defendíamos, entraban y nos agredían con palos eléctricos, bombas de gas y unos perdigones plásticos con algún compuesto químico que nos quemaba la piel durante semanas.

Creo que las humillaciones dolían más que los golpes, aunque yo trataba de no desmoralizarme por las torturas, pero era terrible cuando nos ordenaban desnudarnos frente a los guardias, nos revisaban minuciosamente uno a uno, esa era una situación muy dura para nosotros. Al volver de esas requisas muchas veces descubríamos que habían destruido todo lo que se encontraba en nuestras celdas, almohadas, ropas, fotos, cartas, todo.

También era muy difícil la comunicación con la familia, las cartas tardaban más de 3 meses en llegar o en ser recibidas por nuestros seres queridos. La peor parte era enterarse meses después de la muerte de un familiar cercano, de un amigo, de alguien muy querido.

Supuestamente las visitas eran cada dos meses, pero la realidad es que a nuestras familias las dejaban vernos sólo cuando los militares querían, de manera arbitraria, esa era otra forma más de torturarnos. Mi madre salía a las 3 de la madrugada y recién volvía a su casa a la media noche. Esperaba por horas a las afueras de mi prisión a veces sin poder verme, otras ni siquiera la dejaban pasar porque el cruce de Erez estaba cerrado. Mi madre gastaba el poco dinero de la familia en sus intentos por visitarme, la mayoría de las veces en vano.

En una ocasión mi familia pudo finalmente entrar a la cárcel a verme, mi felicidad tras tanto tiempo de impaciente espera se tornó en dolor cuando descubrí que habían sustituido la reja que nos separaba de nuestras visitas por un grueso cristal. Ese vidrio traslúcido y frío ya no me permitiría siquiera tocar brevemente las manos cálidas de mi madre, ni oír su respiración, ni sentir el aroma de mis seres queridos. Esa pérdida del único contacto con la gente que amaba fue muy dolorosa. Otra tortura que sumar a una lista ya demasiado larga.

En un momento sentí que no sabía cuánto más iba a soportar malvivir allí, ya cumplía nueve años secuestrado en esa cárcel israelí y la condena era de quince. De verdad yo no sabía si tendría la fuerza para aguantar seis años más en ese infierno”

Mohammed no tendría que soportar esos seis años restantes de su ilegal condena, en el intercambio de prisioneros por el soldado israelí Gilad Shalit, él fue unos de los 1.027 secuestrados palestinos que la entidad sionista tuvo que entregar producto de las negociaciones con el gobierno de Gaza. Un israelí por más de mil palestinos, casi la proporción de muertos que se producen de uno y otro lado en esta “guerra”, como mal llaman los medios de desinformacióna la masacre contra palestina, empresas mediáticas que más bien parecen voceros del gobierno sionista. Sí, un militar israelí por más de mil palestinos, muchos de ellos civiles, igual proporción que en las bajas de esta masacre brutal que busca el exterminio de todo un pueblo.

La madre de Mohammed, quien nos acompañó durante toda la narración, siempre en silencio mientras nos servía amablemente té y dátiles maduros bajo ese cielo palestino cargado de estrellas, no pudo ocultar su alegría cuando el hijo llegó al punto de su liberación. “Yo escuché su nombre en la televisión”, nos dice contenta sólo de recordarlo, “su nombre apareció en una lista pero estaba mal escrito” Ese “error” en la transcripción de los nombres, seguramente voluntario, lo cometía a su vez y en paralelo -¡oh coincidencia y reincidencia!- el otro ejército ocupante que había masacrado al pueblo iraquí tras invadirlo y saquearlo. Los estadounidenses también cometían “errores” al escribir los nombres de sus prisioneros, muertos, o desaparecidos. Tal como lo señala el periodista Robert Fisk, a sus familias de esa forma le era casi imposible seguirles el rastro, buscarlos, encontrarlos. Víctimas primero de la violencia, luego de un tremendo irrespeto.

Pero el corazón de la madre de Mohammed sabía que, a pesar de estar mal escrito en el listado que Israel entregó, no se trataba de otra persona, ella sentía, ella intuía, ella necesitaba creer que ese nombre en la lista, era el nombre de su hijo. Luego agrega, con ternura y candor, que era tanta su emoción, tanta la agitación, que empezó a caminar calle arriba y calle abajo sin rumbo fijo, deambuló por esos senderos polvorientos de su aldea presa de un sentimiento que no la dejaba estarse quieta, caminó las castigadas calles de Gaza hasta que su cuerpo de mujer valerosa pero ya anciana, no pudo más. Sin embargo, en esta ocasión, por vez primera, su desfallecimiento era a causa de la alegría.

“Después vino la verdadera felicidad”, nos dice la madre, contenta otra vez por la oportunidad de revivir esos dulces recuerdos (no hay demasiadas alegrías que festejar en Gaza) “El padre y yo discutíamos para ser quien primero abrazara a Mohammed cuando lo soltaran. Yo dejé que el padre lo abrazara primero, y me contenté con mirarlos, todos llorábamos de alegría, no hay palabras para describir tanta felicidad”

Mohammed nos cuenta que incluso el momento de la liberación fue otra refinada forma de tortura sionista. Trasladaron a los detenidos a un hospital y procedieron una vez más a desnudarlos y revisarlos, les tomaron pruebas de ADN y fotos, los ficharon y volvieron a interrogarlos presionando por posibles “colaboradores”. Incluso les fue prohibido llevarse sus efectos personales, sus cartas, sus fotos.

Prolongaron su puesta en libertad por muchas horas que, lógicamente, se hicieron eternas para los presos y sus familias, les dijeron que estuviesen listos el domingo a las 8 de la mañana pero los liberaron recién al filo de la medianoche. Otra práctica común en la entidad sionista, tan dada a las torturas físicas como psicológicas. Como usted podrá ver, ésa es la única “democracia” del medio oriente. Algo debe estar también “mal escrito” en esa definición tan errada que hacen los europeos y los yanquis del brutal régimen sionista.

Para finalizar Mohammed nos da un testimonio que resalta, a mi entender, toda la nobleza de este hombre de sonrisa franca y mirada sincera: “Yo también estaba muy feliz de irme de ese infierno, pero en mi celda éramos diez compañeros, y en la lista de Israel sólo estábamos tres. Esos tres no queríamos demostrar alegría, en realidad estábamos avergonzados de nuestra felicidad, todos los demás compañeros de celda tenían condenas largas, seguramente morirían en prisión. Un amigo mío, con 20 años de edad como yo cuando fue secuestrado, tenía una condena de 99 años, aún está preso, ya tiene 46 años, no quiero pensar que mi amigo nunca saldrá de ese infierno”

Por eso ahora Mohammed dedica su vida a apoyar a los miles de secuestrados en las brutales cárceles sionistas, que, según las propias estadísticas del servicio de prisiones israelí, suman 4.762 palestinos detenidos, entre ellos, una cifra aún más escalofriante e infame, que retrata de lleno el rostro de un criminal de guerra cuyo nombre es Israel: 149 niños y 13 mujeres detenidos en esos centros de tortura y vejación; 134 de estos prisioneros se encuentran encarcelados por la llamada «detención administrativa», sin cargos ni juicio.

¿Hasta cuándo tanta impunidad? ¿Hasta cuándo el silencio cómplice de los organismos internacionales?¿Hasta cuándo el apoyo de los gobiernos serviles a Israel? ¿Hasta cuándo nuestro propio silencio -el peor de los silencios- el silencio de un hermano ante el sufrimiento de otro hermano, hasta cuándo callaremos?

“Escribe, que algo queda” repetía el comunista venezolano Kotepa Delgado. Espero, por Mohammed, por Palestina, pero sobre todo por nosotros mismos como humanidad, que el camarada Kotepa haya tenido razón, que algo quede del terrible y valiente testimonio de Mohammed, del dolor de su madre, del dolor de todas las madres y familiares de los secuestrados palestinos que cada lunes se manifiestan en la sede de la Cruz Roja en Gaza, irreductibles como las Madres de Plaza de Mayo en su marcha legendaria de los jueves en mi Argentina natal.

Espero de corazón que algo quede, y que ese algo nos salve de la mortal indiferencia, nos salve haciéndonos más humanos, y nos impulse a luchar, a resistir, a rebelarnos siempre contra toda opresión. Ayudemos a que la historia le de voz al despojado, que llegue la hora de la justicia, el turno del ofendido.

Valeria Cortés M.
Gaza, 28 de Octubre de 2013.