Las calles de Venezuela, durante la llamada Democracia representativa, dejaron de ser del pueblo. Por eso, cada manifestación, cada protesta estudiantil, cada resistencia obrera a puertas de fábrica, alzaba la consigna de ¡Las calles son del pueblo, no de la policía!
Rómulo Betancourt, bautizado por la oligarquía venezolana como “Padre de la democracia”, al descubrir que los enemigos de la misma hasta le quemaron las manos con un atentado “magnicida” en Los Próceres, decidió hacerles la guerra frontal, sin miramientos. Había que exterminar a los comunistas y a cualquier resquicio izquierdista o de “cabezas calientes”.
Disparen primero y averigüen después, es la voz de guerra que se decreta el 13 de febrero de 1961, para configurar una legalización de la pena de muerte, en un país que, por mandato del Libertador Simón Bolívar la tenía excluida como opción de sanción contra cualquier enemigo.
“La orden es esta: sobre quien sea ubicado por un cuerpo armado colocando una bomba o lanzándola, se aplicará la última ratio de una descarga”, el anuncio fue hecho el 21 de enero de 1960. Fue aplicado sistemáticamente más allá de los parámetros en los que se establecía.
La distensión de la medida, casi de características genocidas en su aplicación hace que, en noviembre del mismo año, se lanzara sin discriminación, contra “cualquier incendiario o saqueador”. A comienzos del siguiente año, exactamente a partir de febrero de 1961, ya las calles dejarían de ser, definitivamente, del pueblo y quedarían por muchos años a manos de la represión. Con su enorme secuela de muertos, de desaparecidos, de mártires, de víctimas de la IV República, que es importante no olvidar. Que es necesario reivindicar. Que es obligatorio hacer justicia.