En estos días de singulares observaciones críticas y contracríticas en el seno de la Revolución, creo importante decir algo. Tómese como el intento de un pequeño aporte personal, a riesgo de ser malinterpretado.
Lo primero que sostengo es que la crítica, entendida como una posición argumentada en el debate de la teoría y la praxis revolucionaria, es necesaria. Sin ella, o lo que es lo mismo, sin confrontación de ideas, simplemente no habría Revolución.
Pero al mismo tiempo sostengo que la crítica debe ser ejercida no solo como un derecho, sino también como un acto responsable. Quiero decir con esto que el verdadero revolucionario debe decidir cuándo, cómo y en cuál escenario, va a ejercer ese derecho, con compromiso y con lealtad, para que no tenga efectos indeseables y no cause daños colaterales.
Se trata de que la crítica sea un apoyo y no un gesto destructivo.
Nunca, nunca, en ningún caso, la crítica debe servir para desmoralizar. Ni siquiera en situaciones extremas, que no es el caso.
Recordemos que una Revolución, como milagro andante que es, sumamente delicado y frágil, va contra la lógica de los poderes y, por lo tanto, vive rodeada de fuertes enemigos por todas partes.
A la Revolución hay que cuidarla y protegerla, porque ella es un tesoro, una esperanza hecha realidad, un sueño de redención que al fin cuajó, construido a contracorriente por generaciones que se entregaron a ello con enorme abnegación, a veces hasta de su vida.
La emoción, el espíritu animoso y la moral revolucionaria hay que mantenerlas a como de lugar. Son el oxígeno en esta larga y milenaria lucha de humanidad.
La crítica que no se contiene, que por impaciente o por doctrinaria se sale de sí, que se convierte en una opinión impertinente, desmesurada, extrema, puede tener como resultado un efecto desmoralizador, tanto para los mismos que la hacen como para quienes la reciben. Y constituye por eso un error inaceptable.
Pues la crítica que desmoraliza, juega objetivamente un papel contrario a la Revolución.