Acusó a civiles de fomentar «un cuartelazo» que les diera el mando «de manera rápida y criminal»|Medina Angarita prefirió entregar el poder a desatar una guerra civil en 1945

"Lo que sentíamos era por la aflicción que estaba pasando, por el irreparable daño que se le estaba haciendo al prestigio y al porvenir del país"

El 18 de octubre constituyó para mí una sorpresa.

Tenía, y no me duele proclamarlo, la confianza más absoluta e inquebrantable en la lealtad acrisolada de los oficiales del Ejército nacional. No en la lealtad hacia un hombre, sino hacia el Presidente de la República y hacia la superioridad jerárquica, no en la lealtad hacia un grupo político, sino hacia la Constitución y las leyes de la República que habían jurado defender aun al precio de la propia vida.

Todos los que teníamos alguna injerencia en la vida del Ejército veníamos sinceramente empeñados desde hacía muchos años en trabajar por despersonalizarlo, por hacerlo arma de la ley, no facción personal del caudillo, por hacer de él, de su moral y de su disciplina, la más segura base de la vida institucional del país. Y ese esfuerzo parecía lograrse.

En los difíciles días que siguieron a la muerte del general Gómez la conducta del Ejército fue ejemplar y a ella exclusivamente se debió que hubiera podido hacerse de un modo pacífico y positivo la transición de la dictadura al régimen constitucional. Esa actitud sorprendió a muchos que habían estado esperando la llegada de esa hora con terror. Pero a los militares no nos sorprendió. Sabíamos por experiencia propia, por voz de la propia conciencia, que dentro de los cuarteles se había ido forjando un sólido concepto del deber y del servicio a la patria.

Esa fe absoluta en la lealtad del Ejército se acrecentaba ante la consideración de que no existía ningún motivo de conspiración. Faltaban escasos meses para terminar su período el Gobierno más liberal y democrático que había conocido la República. En medio de las mayores libertades políticas iba a sucederle constitucionalmente un magistrado civil, adscrito al programa político de un partido sincera y probadamente democrático (…)

Pero desgraciadamente había quienes conspiraban. Civiles que, poniendo de lado los principios republicanos y democráticos que decían profesar, se dedicaban a fomentar un cuartelazo que les diera el poder de manera rápida y criminal; y militares que olvidados de su juramento y de su misión iban a hacer de su honor escalera para que los ambiciosos llegaran al codiciado mando.

Mi fe, esa voluntad de no creer en el mal, sufrió un tremendo choque. Oficiales del Ejército que habían sido objeto de toda clase de distinciones profesionales y de estímulos habían tomado el camino de la subversión (…)

Pero, antes de seguir adelante, debo decir ahora que no me arrepiento de esa fe puesta en el Ejército Venezolano. Prefiero haber caído por tenerla que haberme conservado en el poder en un ambiente de engaño, desconfianza y deshonor (…)

EL EJÉRCITO  NO TRAICIONÓ

El Ejército de Venezuela no traicionó el 18 de octubre. La inmensa mayoría de los jefes, oficiales y soldados permanecieron fieles a su deber, y sólo se plegaron posteriormente a una situación de hecho que en nada habían contribuido a crear. Quienes traicionaron fueron una pequeña minoría de oficiales, que desgraciadamente pudieron adquirir el control de la aviación, de las armas motorizadas y de casi todo el armamento moderno de que disponía el país.

La lealtad de la mayoría de los oficiales ni faltó ni flaqueó un momento. Dispuestos estuvieron a dar su sangre para defender al Gobierno legítimo y a cumplir sin regateos en toda la extensión del deber su misión de soldados. Si yo hubiera querido desatar la guerra civil, para defender al Gobierno, hubiera podido contar con la segura lealtad de esos hombres.

Pero así como ellos fueron en abrumadora mayoría leales a sus deberes, yo entendí también serlo al primero de los míos: el de preservar la paz, la soberanía y el nombre de Venezuela, y por eso no hubo guerra civil (…)

Pocos días antes del 18 de octubre, un antiguo amigo y compañero de curso de la Escuela Militar, quien ocupaba situación muy elevada en el Gobierno, me refirió que había llegado a su conocimiento que algunos oficiales se habían expresado mal del Gobierno en sitio público; cuando le pregunté por sus nombres, me dijo que los ignoraba y agregó el comentario de que, probablemente, ésas eran de las murmuraciones corrientes en los oficiales jóvenes, cuando alguna ocurrencia del servicio los predisponía contra sus jefes inmediatos, que recordáramos nuestros tiempos del oficial subalterno cuando sin mala intención -porque nuestra moral era firme y sólo con espíritu de adelanto profesional- hacíamos crítica a disposiciones y procedimientos de los superiores.

Quiero con esas referencias, que al parecer no tienen mayor importancia, destacar la confianza que los jefes teníamos en el Ejército y el hecho de que nada concreto había llegado a mi conocimiento en los días que antecedieron al golpe armado, sino rumores, muy simples por cierto, que no podían hacerme pensar en el desarrollo de los acontecimientos que tan pronto debían sobrevenir.

DEFENSA POR MANO PROPIA

Estando en mi casa de habitación, entre 1:30 y 2:00 de la tarde, el edecán de guardia me informó que un oficial del Ejército, en ese momento en comisión en el desempeño de un cargo civil, manifestaba por teléfono urgencia de hablar personalmente conmigo. Le contesté que podía ir inmediatamente y, al llegar, me informó que la Escuela Militar estaba en actitud de rebeldía, desde las 10:30 de la mañana (…)

Inmediatamente llamé por teléfono al ministro de Guerra y le comuniqué las noticias que acababa de obtener, significándole que él, acompañado por el general que ejercía el comando de la guarnición (…) se trasladara inmediatamente al Palacio de Miraflores, a donde yo iría enseguida, como en efecto lo hice, acompañado por el oficial que me había llevado la noticia y por uno de los edecanes de guardia; pero, al llegar al cuartel de Miraflores, encontré cerrada la puerta, sin que me quisieran abrir, lo que me hizo comprender que ya los oficiales de la traición se habían apoderado de él.

Entonces me trasladé al Cuartel de la Guardia Nacional, cuyos oficiales y tropas encontré en actitud de absoluta lealtad y, haciéndome acompañar por su comandante y los pocos hombres que cabían en los vehículos allí disponibles fui al Cuartel General Bermúdez, ordenando a sus jefes que hicieran formar las tropas y se reunieran los oficiales en el Casino de Oficiales. Me fui dirigiendo uno a uno a los allí presentes y aquellos que dudaron en la respuesta a la interrogación que les hacía sobre lealtad al Gobierno fueron arrestados por mí mismo, dirigiéndome enseguida a arengar a las tropas que respondieron con manifestaciones claras de lealtad.

En ese momento dieron la noticia por teléfono, de un comando vecino del Cuartel San Carlos, que en el recinto de éste se oían disparos de fusil y que parecía que desde hacía rato se estaba combatiendo. Ordené a los jefes de las tropas que estaban acantonadas en el General Bermúdez que salieran enseguida a tratar de recuperar el Cuartel San Carlos.

LÓPEZ CONTRERAS DETENIDO

No logrando localizar a los ministros, resolví ir al Cuartel Ambrosio Plaza, acompañado siempre del ministro de Fomento, general Celis Paredes, de algunos otros oficiales, y del ministro del Trabajo y de Comunicaciones, doctor Julio Diez, quien espontáneamente llegó a la policía. En el Ambrosio Plaza, por sectores, hablé a la tropa y a grupos de oficiales todos los cuales ratificaron su lealtad al Gobierno.

Mientras tanto, la mayoría de los ministros había ido llegando a ese local militar, con excepción del ministro de Relaciones Interiores y del secretario de la presidencia, y, por noticias de los que de la calle iban llegando, tuve conocimiento de que tanto ellos como el general López Contreras, ex presidente de la República y el jefe del Estado Mayor, habían sido hechos prisioneros en el Palacio de Miraflores.

El ambiente, aunque de sorpresa, era más de expectativa que de confusión. Todos los hombres que allí estábamos medimos la magnitud de la tremenda hora que empezaba a vivir la República, y lo que sentíamos era por la aflicción que estaba pasando, por el irreparable daño que se le estaba haciendo al prestigio y al porvenir del país, preocupación por las consecuencias nacionales e internacionales de aquel criminal atentado y el patriótico anhelo de resolver aquella situación con el menor daño moral y material para Venezuela. No éramos una facción guerrillera disputando en combate un botín, éramos los legítimos representantes de la nación procurando salvar su paz su dignidad y su progreso.

SE PIERDE MARACAY

Mientras se sucedían estos acontecimientos en Caracas, ya me habían participado la sublevación de algunos cuerpos de guarnición de Maracay. Por la conversación telefónica que tuve con el jefe enviado en la mañana de ese día, comprendí que allí reinaba un ambiente de desconfianza y que, efectivamente, no sabía él con quién contar para defender al Gobierno, pues en el mismo Cuartel de Artillería donde se encontraba había ordenado a algunos oficiales que tomaran posición en las azoteas con las tropas que comandaban, para defenderse del ataque exterior que preveía, y tan pronto como estos oficiales llegaron a la parte alta volvieron sus armas contra él y ordenaron a las tropas disparar contra quienes se habían manifestado leales al Gobierno.

(…) Mientras tanto, ya se tuvieron noticias de que el Cuartel San Carlos había sido recuperado por las fuerzas leales al Gobierno. En el curso de estos acontecimientos comisioné a tres de los más altos jefes que estaban a mi lado en el Ambrosio Plaza para que conferenciaran acerca de la situación en general y en vista de las circunstancias de que estaban debidamente enterados.

GOLPISTAS USAN A LOS CADETES

En conversación con algunos de los jefes, tuve oportunidad de significarles que no deseaba atacar la Escuela Militar, o por lo menos detener su ataque los más posible, conservando todavía el íntimo deseo de mantener alejados de la lucha a los cadetes, jóvenes todos en edad escolar, cuyas familias los habían entregado al Gobierno para su formación moral y profesional, sin considerarse ellos, por nuestras leyes, en servicio militar activo; pero los oficiales dirigentes del golpe no tuvieron escrúpulos de naturaleza alguna y lanzaron a esos adolescentes a la lucha armada y a la insurrección (…).

En medio de la creciente inseguridad y confusión que todos estos hechos traían, me mantuve firme en mi decisión de no atacar la Escuela Militar, ni el Cuartel de Miraflores, únicos puntos en poder de los rebeldes en Caracas. Pensaba que al tenerse la seguridad de que la insurrección no se había extendido al resto del país, esos pequeños focos tendrían que rendirse rápidamente y así se evitaría un inútil derramamiento de sangre.

Ante la insistencia de muchos de lo que me acompañaban de que no sólo no tenía objeto ni permanencia en el cuartel, sino que mientras estuviera allí podía algún oficial desleal, matando al Jefe del Estado, crear un desconcierto favorable a un triunfo de la insurrección, opté por retirarme del cuartel y esperar el resultado definitivo de la acción de Maracay.

SACRIFICIO ANTE LA TRAGEDIA

Cuando supe que se había perdido esa plaza y que con ella habían caído en poder de los rebeldes la más modernas unidades y lo mejor del armamento, la situación que se me planteó fue de una trágica sencillez. Podía enfrentarme a la insurrección con las tropas leales y ello significaría una guerra civil más o menos larga; fuego y sangre sobre Venezuela, destrucción de vidas y riquezas, atraso, pobreza, desprestigio, y acaso una intervención extranjera para proteger la seguridad de intereses vitales a la economía mundial; o podía, sacrificando mi persona, reducir al mínimo la conmoción, evitar la guerra y salvar a Venezuela en todo lo posible del caos que la amenazaba.

Pensé que el destino había puesto en mi mano la extraordinaria posibilidad de evitarle un inmenso mal a mi patria y, teniendo en mi mano la posibilidad de desatar una larga guerra civil, no vacilé un momento en sacrificarme yo y nadie más que yo: tal fué mi pensamiento en la convicción de que ese sacrificio quitaría la causa de los graves trastornos que la República empezaba a sufrir y que el Gobierno se surgiera, en cuyos componentes debía suponer siquiera sentimientos de patriotismo, continuaría la obra que el país necesitaba en la marcha hacia su destino.

Desgraciadamente tal sacrificio fue inútil, porque si la guerra civil no se ha desencadenado sobre el país, en cambio una situación de desorganización, que conduce al caos, sigue su marcha trágica, sembrando de dificultades de todo género la vida de la nación.

Todo los improperios, todas las calumnias han caído sobre mí y también para muchos soy el culpable principal de los males que el país sufre. El gesto de desprendimiento, de abnegación verdadera y de inmolación total no ha sido ni siquiera comprendido y, muchos menos, apreciado. Hasta cobarde se me ha llamado y mil burdas versiones corren de los seudohéroes de la revolución y de sus interesados panegiristas. No se es cobarde cuando se asume la responsabilidad de un hecho y no se huye de esa responsabilidad (…)

Ya detenido en la Escuela Militar tuve todavía una oportunidad más de demostrar mi profundo amor por Venezuela cuando expresé a uno de los conspiradores que, para evitarle males al país, no entregaran el Gobierno a ningún partido político, nuevo error que, sin embargo, ellos cometieron y que ha sido justamente la causa de todos los odios, injusticias y desigualdades que no sabemos hasta dónde van a llevar a Venezuela.

Si la determinación que tomé es mi falta y es mi error, los reconozco y no los repudio. Lo que hice entonces fue cumplir, al más alto precio, el mayor de mis deberes: la defensa de la paz y la seguridad de Venezuela.

Este supremo sacrificio lo hice por honda convicción y no con miras a que me reconociera algún día. Pero algún día, vivo o muerto, la conciencia de Venezuela habrá de decir que Isaías Medina, puesto en la tremenda disyuntiva de sacrificar su persona o ensangrentar su tierra, no vaciló en sacrificar su persona.

Ésa esa la historia de lo que pasó el 18 de octubre de 1945. Un día en el que, contra lo que puedan decir los mezquinos o los irreflexivos, cumplí con el deber de Venezolano, como yo lo entiendo.

La junta que tomó el Gobierno la encabezaban Rómulo Betancourt y Carlos Delgado Chalbaud
T/ Isaías Medina Angarita.
Fragmentos de su libro Cuatro años de democracia, publicado en 1963, a diez años de su muerte

Bravo!!! felicidades!! Que reportaje tan completo y hermoso!
Justamente estoy trabajando este periodo, donde los adecos se llamaban revolucionarios hasta que les nació la sed por el poder y entregaron nuestro pais a las garras del imperio
Soy historiadora – Archivo General de la Nación